La última llave: Cuando el amor de madre se convierte en sacrificio

—¿Mamá, puedes venir?— La voz de Sergio temblaba al otro lado del teléfono. Eran las dos de la madrugada y yo ya sabía que algo iba mal. No era la primera vez que me llamaba a esas horas, pero sí la primera en la que sentí un miedo helado recorriéndome la espalda.

Me vestí deprisa, sin pensar demasiado. Bajé las escaleras de mi piso en Chamberí, con el corazón golpeando fuerte. Cuando llegué a su apartamento, lo encontré sentado en el suelo, rodeado de botellas vacías y papeles arrugados. Tenía los ojos rojos y las manos le temblaban.

—No puedo más, mamá —susurró—. Me han echado del trabajo y debo dinero… mucho dinero.

Me arrodillé a su lado y le abracé. Sentí su cuerpo flaco y frágil, tan distinto al niño que corría por el parque de El Retiro hace años. Mi Sergio, mi único hijo. ¿En qué momento se había roto todo?

Durante días no dormí. Hablé con bancos, con abogados, con mi hermana Carmen, que me decía una y otra vez:

—No puedes cargar tú sola con esto, Lucía. No es tu culpa.

Pero yo no podía mirar a otro lado. ¿Qué clase de madre sería si no le ayudaba? Así que tomé la decisión más dura de mi vida: vender la casa familiar en la que había vivido con su padre antes de que nos dejara por otra mujer. El piso era lo único que tenía, mi refugio, mis recuerdos. Pero Sergio me necesitaba.

El notario me miró con compasión cuando firmé los papeles. Sentí que me arrancaban una parte del alma cuando entregué las llaves a los nuevos dueños. Me mudé a un pequeño estudio en Vallecas, lejos de todo lo que conocía.

Le di el dinero a Sergio con la esperanza de que pudiera empezar de nuevo. Le busqué un psicólogo, le acompañé a entrevistas de trabajo, le cociné sus platos favoritos. Durante un tiempo pareció mejorar. Incluso me trajo flores un día y me dijo:

—Gracias, mamá. Esta vez no te voy a fallar.

Pero las noches volvieron a ser largas y llenas de silencios. Empecé a notar que evitaba mirarme a los ojos, que salía mucho y volvía tarde. Un día encontré en su chaqueta un recibo de una casa de apuestas del barrio.

—¿Otra vez, Sergio? —le pregunté con la voz rota.

Él bajó la cabeza y murmuró:

—Solo fue una vez… Necesitaba sentirme vivo.

Pero no fue solo una vez. Pronto descubrí que todo el dinero se había esfumado en tragaperras y apuestas online. Mi sacrificio, mi hogar, mis recuerdos… todo perdido en una ruleta absurda.

La rabia me quemaba por dentro. Discutimos como nunca antes:

—¡Te lo di todo! ¡Vendí mi casa por ti! ¿Cómo has podido hacerme esto?

Sergio lloraba, pero yo ya no podía consolarle. Me sentía traicionada, vacía. Carmen vino a verme y me abrazó fuerte:

—Tienes que pensar en ti ahora, Lucía. No puedes salvarle si él no quiere salvarse.

Las semanas pasaron lentas y grises. Empecé a trabajar limpiando casas para poder pagar el alquiler del estudio. Cada vez que pasaba por mi antiguo barrio sentía un nudo en el estómago. A veces veía familias entrando en el portal donde yo viví tantos años y me preguntaba si alguna vez volvería a sentirme en casa.

Sergio desapareció durante semanas. No respondía a mis llamadas ni mensajes. Una noche apareció en mi puerta, demacrado y tembloroso.

—Mamá… tengo miedo —susurró—. No sé cómo salir de esto.

Le abracé, pero esta vez sentí una distancia insalvable entre nosotros. Le ayudé a buscar ayuda profesional, pero puse límites claros:

—Te quiero, hijo, pero no puedo seguir perdiéndome para salvarte.

Ahora vivo sola en mi pequeño estudio, rodeada de fotos antiguas y recuerdos que duelen. A veces me pregunto si hice bien, si debía haberle dejado tocar fondo antes de sacrificarlo todo. Otras veces pienso que el amor de madre es así: irracional, doloroso y lleno de renuncias.

¿Hasta dónde debe llegar una madre por su hijo? ¿Dónde está el límite entre ayudar y destruirse? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?