El Regalo de Boda: Entre el Amor y el Dinero
—¿Eso es todo? —La voz de Lucía, mi hija, retumbó en el salón vacío mientras recogíamos los últimos restos de confeti del suelo. El eco de su pregunta me atravesó como una daga. Habían pasado apenas unas horas desde que la boda terminó, y yo, exhausta pero feliz, no esperaba que la noche acabara así.
—¿A qué te refieres, cariño? —pregunté, intentando mantener la calma mientras mi marido, Antonio, fingía estar ocupado con las copas sucias.
—Al sobre. Al regalo. Mamá, papá… ¿de verdad pensabais que eso era suficiente? —Lucía me miraba con una mezcla de decepción y rabia. Su vestido blanco ya no brillaba como antes; ahora parecía una armadura pesada.
Me quedé sin palabras. Habíamos pagado el banquete en el Parador de Alcalá, las flores, la música, hasta la luna de miel en Mallorca. Todo lo que Lucía había soñado para su gran día. Pero ella solo veía el sobre con los 500 euros que le habíamos entregado al final de la fiesta.
—Lucía, hija… —Antonio intentó intervenir—. Sabes que hemos hecho todo lo posible para que tu boda fuera perfecta.
—Eso no es lo que parece —replicó ella, cruzándose de brazos—. Los padres de Álvaro le han dado cinco mil euros. Y vosotros…
Sentí cómo se me encogía el corazón. ¿En qué momento el amor se mide en billetes? ¿Cuándo dejamos de ver los gestos y solo contamos las cifras?
Esa noche no dormí. Me revolví en la cama recordando cada sacrificio: las horas extra en la tienda, las discusiones con Antonio por ajustar el presupuesto, las lágrimas escondidas tras la puerta del baño cuando la cuenta del catering llegó más alta de lo esperado. Todo para que Lucía tuviera la boda que siempre quiso.
Al día siguiente, intenté hablar con ella. La llamé al móvil, pero no contestó. Le escribí un mensaje: “Hija, ¿podemos hablar? Me duele verte así”. No hubo respuesta.
Los días pasaron y el silencio se hizo más pesado. Mi hermana Carmen vino a casa y me encontró llorando en la cocina.
—¿Qué te pasa, Marta?
Le conté todo entre sollozos. Carmen suspiró y me abrazó.
—Las bodas sacan lo peor y lo mejor de las familias —dijo—. Pero Lucía es joven. Ya entenderá lo que habéis hecho por ella.
Pero yo no podía esperar. Necesitaba que mi hija supiera cuánto la amaba, aunque no pudiera competir con los regalos ostentosos de los suegros. Así que fui a buscarla a su piso en Vallecas.
Cuando abrió la puerta, supe que seguía enfadada. Pero también vi el cansancio en sus ojos.
—¿Qué haces aquí?
—Vengo a hablar contigo —dije, temblando—. No quiero que esto nos separe.
Lucía me dejó pasar a regañadientes. Nos sentamos en el sofá, rodeadas de cajas de regalos aún sin abrir.
—Hija, sé que esperabas más. Pero todo lo que teníamos lo pusimos en tu boda. No solo dinero: tiempo, esfuerzo, ilusiones…
Ella bajó la mirada.
—Es que… Álvaro dice que sus padres siempre le han dado todo. Y yo…
—¿Y tú crees que nosotros no? —pregunté, sintiendo cómo se me quebraba la voz—. ¿De verdad piensas que un sobre puede medir lo que sentimos por ti?
Lucía empezó a llorar. Me acerqué y la abracé fuerte, como cuando era niña y venía corriendo tras una pesadilla.
—Perdóname, mamá —susurró—. Es solo que… todo el mundo habla de los regalos, del dinero… Me sentí menos.
—No eres menos por eso —le aseguré—. Eres mi hija y siempre lo serás. El amor no se mide así.
Nos quedamos abrazadas largo rato. Afuera llovía y las gotas golpeaban los cristales como si quisieran limpiar el aire entre nosotras.
Pero la herida seguía ahí, latente. En las semanas siguientes, la relación fue tensa. Las comidas familiares estaban llenas de silencios incómodos y miradas esquivas. Mi marido intentaba hacer bromas para romper el hielo, pero nadie reía de verdad.
Un domingo, durante la sobremesa, mi suegra Pilar soltó:
—Bueno, cada familia es un mundo… Nosotros siempre hemos pensado que un buen regalo ayuda a empezar bien el matrimonio.
Sentí cómo me ardían las mejillas. Lucía me miró de reojo y bajó la cabeza.
Esa noche discutí con Antonio.
—¿Tú crees que hemos hecho mal? —le pregunté.
Él negó con la cabeza.
—Hemos hecho lo que hemos podido. No podemos vivir comparándonos con los demás.
Pero yo no podía evitarlo. En España, donde las bodas son casi una competición social y los regalos se comentan en cada sobremesa, ¿cómo no sentirse juzgada?
Pasaron meses antes de que Lucía volviera a casa a cenar sin poner excusas. Aquella noche trajo una tarta casera y me abrazó al llegar.
—Gracias por todo, mamá —me dijo al oído—. Ahora lo entiendo mejor.
No pude evitar llorar otra vez, pero esta vez de alivio.
Hoy sigo preguntándome: ¿Por qué dejamos que el dinero pese tanto en nuestras relaciones? ¿Cuántas familias se rompen por malentendidos así? ¿De verdad vale la pena medir el amor en euros? ¿Qué opináis vosotros?