Entre el amor y el deber: La historia de Lucía

—Lucía, ¿no ves que esto no puede seguir así? —La voz de Carmen retumbó en el pasillo como un trueno, justo cuando la tormenta golpeaba los cristales del salón. Me quedé inmóvil, con las manos aún húmedas del agua jabonosa, mirando cómo mi suegra avanzaba hacia mí con ese gesto severo que tanto temía.

Andrés, mi marido, estaba sentado en el sofá, la mirada perdida en la pantalla del móvil. No dijo nada. Como siempre. Sentí una punzada en el pecho, una mezcla de rabia y tristeza. ¿Por qué tenía que ser yo la que sostuviera el peso de todos?

—Carmen, por favor, no es el momento —intenté decir con voz suave, pero ella me interrumpió.

—¡El momento es ahora! —exclamó—. Mi casa en Salamanca está vacía desde que murió tu suegro. No puedo estar sola allí. Y vosotros aquí, en Madrid, como si nada. ¿Qué clase de familia es esta?

La lluvia golpeaba más fuerte. Pensé en mis hijos, Alba y Diego, dormidos en la habitación contigua. Pensé en mi trabajo como maestra en el colegio del barrio, en los amigos que había hecho, en la vida que habíamos construido con tanto esfuerzo. Y sentí cómo todo se tambaleaba.

—Andrés… —susurré, buscando su apoyo.

Él levantó la vista apenas un segundo. —Mamá tiene razón, Lucía. No podemos dejarla sola.

Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. ¿Y yo? ¿Quién pensaba en mí?

Esa noche no dormí. Escuché los ronquidos de Andrés y el tic-tac del reloj. Recordé la primera vez que conocí a Carmen: su abrazo frío, su mirada escrutadora. Siempre supe que no sería fácil ganarme su aprobación, pero nunca imaginé que tendría que sacrificar mi felicidad para conseguirla.

Al día siguiente, mientras preparaba el desayuno, Alba entró corriendo a la cocina.

—Mamá, ¿de verdad nos vamos a ir a Salamanca? —preguntó con los ojos llenos de miedo.

Me arrodillé a su altura y la abracé fuerte.

—No lo sé, cariño. Pero pase lo que pase, estaremos juntos.

Mentí. Porque dentro de mí crecía una duda enorme: ¿y si no podía mantenernos unidos? ¿Y si al intentar complacer a todos terminaba perdiéndome a mí misma?

Las semanas siguientes fueron un desfile de cajas de cartón y discusiones a media voz. Carmen supervisaba cada movimiento con una autoridad incuestionable. Andrés se volvía cada vez más distante. Yo sentía que me ahogaba.

Una tarde, mientras recogía los juguetes del salón, escuché a Carmen hablando por teléfono:

—Lucía no entiende lo que significa ser familia. Siempre tan egoísta…

Me temblaron las manos. Salí al balcón para respirar aire fresco y llamé a mi hermana, Pilar.

—No puedo más —le confesé entre sollozos—. Siento que todo lo que hago está mal.

—Tienes derecho a decidir por ti misma —me dijo Pilar—. No eres menos buena esposa ni madre por querer tu propia vida.

Sus palabras me dieron fuerzas. Aquella noche esperé a que los niños durmieran y enfrenté a Andrés.

—No puedo seguir así —le dije—. No quiero irme a Salamanca. Nuestra vida está aquí. Si decides irte con tu madre… tendrás que hacerlo solo.

Andrés me miró como si no me reconociera.

—¿Me estás pidiendo que elija entre tú y mi madre?

—Te estoy pidiendo que pienses en nosotros —respondí—. En lo que hemos construido juntos.

El silencio fue tan denso como la tormenta de aquella primera noche.

Pasaron días sin hablarnos más allá de lo imprescindible. Carmen seguía presionando; los niños preguntaban cada vez más; yo sentía cómo mi corazón se partía en dos.

Una mañana, mientras llevaba a Alba al colegio, ella me tomó la mano.

—Mamá, ¿por qué estás triste?

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle a una niña de siete años el peso invisible de las expectativas familiares?

Esa tarde recibí una llamada del colegio: Diego había tenido un ataque de ansiedad. Corrí a recogerlo y lo encontré llorando en brazos de su profesora.

—No quiero irme —me dijo entre sollozos—. Aquí están mis amigos…

Lo abracé fuerte y sentí una determinación nueva nacer dentro de mí.

Esa noche reuní a toda la familia en el salón.

—No nos vamos —dije con voz firme—. Esta es nuestra casa. Carmen, entiendo tu dolor y tu soledad, pero no puedo sacrificar la felicidad de mis hijos ni la mía propia.

Carmen me miró con rabia primero, luego con tristeza.

—¿Y yo qué? ¿Voy a quedarme sola?

Me acerqué y le tomé las manos.

—No estás sola. Podemos buscar una solución juntos: venir a visitarte más seguido, buscarte compañía en Salamanca… Pero mudarnos no es la respuesta.

Andrés bajó la cabeza. Por primera vez vi lágrimas en sus ojos.

—Lo siento, mamá —dijo él—. Lucía tiene razón.

Carmen se marchó esa noche sin despedirse. El silencio fue abrumador, pero también sentí un alivio inmenso.

Los días siguientes fueron difíciles: llamadas frías, reproches velados… Pero poco a poco recuperamos nuestra rutina y nuestra paz.

A veces me pregunto si hice lo correcto. Si fui demasiado dura o demasiado egoísta. Pero cuando veo a mis hijos reír y a Andrés abrazarme por las noches, sé que elegí lo que realmente importa.

¿Hasta dónde debemos cargar con las expectativas familiares? ¿Dónde está el límite entre el deber y nuestra propia felicidad? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?