Entre la Sangre y el Corazón: Diario de un Padre Latinoamericano
—¿Por qué lo haces, papá? ¿Por qué sigues ayudando a Mariana? —La voz de mi hijo, Andrés, retumbó en la sala, tan fría como la noche bogotana que se colaba por las rendijas de la ventana.
Me quedé en silencio, con el teléfono temblando en mi mano. Afuera, los carros pasaban como fantasmas, indiferentes a mi tormenta interna. No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que el dolor de Mariana era también el mío? ¿Cómo decirle que el amor por mi nieto, Emiliano, no entiende de divorcios ni de resentimientos?
Todo comenzó hace dos años, cuando Andrés y Mariana decidieron separarse. Nadie lo vio venir. Eran la pareja perfecta: jóvenes, trabajadores, con un niño hermoso y una casa modesta en Soacha. Pero las discusiones se volvieron rutina y el amor se fue desvaneciendo como el café frío en la mesa del desayuno.
Recuerdo la tarde en que Mariana llegó a mi casa, con los ojos hinchados y Emiliano dormido en sus brazos. —Don Ernesto, ¿puedo quedarme aquí unos días? —me preguntó con voz quebrada. No lo dudé. Le abrí la puerta y el corazón.
Desde entonces, mi vida se dividió en dos: los domingos con Andrés, llenos de silencios incómodos y miradas esquivas; y los días entre semana con Mariana y Emiliano, donde el aroma a arepas y risas infantiles llenaban el vacío que había dejado mi difunta esposa.
—Papá, la gente habla —me dijo mi hermana Lucía una tarde mientras tomábamos tinto en la cocina—. Dicen que te estás metiendo donde no te llaman. Que eso ya no es tu familia.
—¿Y qué quieren que haga? ¿Que le cierre la puerta a la madre de mi nieto? —le respondí, sintiendo una rabia sorda en el pecho.
Pero las palabras de Lucía resonaron en mi cabeza durante días. En el barrio, los vecinos murmuraban. Algunos me miraban con lástima; otros, con desaprobación. «Ese Ernesto sí que es bobo, gastando su pensión en una mujer que ya no es nada suyo», escuché decir a doña Rosa desde su ventana.
A veces me preguntaba si tenían razón. Mi pensión apenas alcanzaba para cubrir los gastos básicos y ayudar a Mariana significaba apretarse aún más el cinturón. Pero cada vez que veía a Emiliano correr por el patio, gritando «¡Abuelito!», sentía que todo valía la pena.
La situación se volvió insostenible cuando Andrés empezó a salir con otra mujer, Valeria. Una joven bonita, de sonrisa fácil y mirada calculadora. Pronto comenzaron los rumores: que Valeria no quería saber nada de Mariana; que le molestaba que yo siguiera teniendo contacto con ella; que incluso le había pedido a Andrés que me pusiera un alto.
Una noche, Andrés vino a casa. No traía a Emiliano. Se sentó frente a mí, con los puños apretados sobre las rodillas.
—Papá, tienes que elegir —me dijo sin rodeos—. O sigues apoyando a Mariana o te olvidas de nosotros.
Sentí un frío recorrerme la espalda. ¿Elegir? ¿Cómo se le pide eso a un padre?
—Andrés, yo te amo —le dije—. Eres mi hijo. Pero Mariana es la madre de tu hijo. Y Emiliano necesita estabilidad. No puedo darle la espalda.
—¡Eso es traición! —gritó—. ¡Me estás traicionando!
Se fue dando un portazo que hizo temblar las paredes y mi alma.
Esa noche no dormí. Caminé por la casa oscura, tocando las fotos familiares colgadas en las paredes: Andrés de niño, Mariana embarazada, Emiliano recién nacido en mis brazos. ¿En qué momento todo se había roto?
Los días siguientes fueron un infierno. Andrés dejó de llamarme. Valeria bloqueó mi número. Mariana intentó irse para no causarme más problemas, pero le rogué que se quedara hasta encontrar trabajo estable.
Una tarde lluviosa, Emiliano llegó corriendo del colegio con una carta arrugada en la mano.
—Abuelito, dice la profe que tengo que llevar una foto con mi familia para el Día de los Abuelos —me dijo con sus ojos grandes y tristes—. ¿Puedo llevar una contigo y con mamá?
Sentí un nudo en la garganta. ¿Qué iba a decirle? ¿Que su papá ya no quería saber nada de nosotros?
Esa noche, mientras leía la carta una y otra vez, recordé las palabras de mi esposa antes de morir: «La familia no siempre es sangre; a veces es quien te cuida cuando más lo necesitas».
Al día siguiente llevé a Emiliano al colegio y entregué la foto a la profesora. Ella me miró con ternura y me susurró:
—Don Ernesto, usted es un ejemplo para todos aquí. Ojalá hubiera más abuelos como usted.
Pero yo solo sentía culpa. Culpa por no poder unir a mi familia; culpa por ver a Andrés alejarse cada vez más; culpa por amar demasiado a quienes ya no debería.
Un sábado cualquiera, mientras preparaba sancocho para todos, escuché a Mariana llorar en el patio trasero. Me acerqué despacio y la abracé sin decir palabra.
—Don Ernesto —sollozó—, yo sé que esto no está bien… Que debería irme… Pero no tengo a dónde ir…
—No digas eso —le respondí—. Esta también es tu casa mientras lo necesites.
El tiempo pasó y las heridas no sanaron del todo. Andrés se casó con Valeria y se mudó lejos. A veces manda mensajes cortos preguntando por Emiliano, pero nunca pregunta por mí ni por Mariana.
Hoy escribo estas líneas sentado en el mismo sillón donde todo comenzó. Emiliano juega en el patio; Mariana cocina arroz con pollo mientras canta bajito una canción de Silvio Rodríguez.
A veces me pregunto si hice lo correcto. Si debí elegir la sangre sobre el corazón o si está bien desafiar las reglas cuando se trata del bienestar de un niño inocente.
¿Ustedes qué harían? ¿Vale la pena perder un hijo por ayudar a quien ya no es «familia» según los demás? ¿O acaso la verdadera traición es abandonar a quienes más nos necesitan?