Silencio entre nosotras: el eco de una hija ausente

—¿Por qué no me contestas, Lucía? —susurré al teléfono, sabiendo que solo escuchaba mi propia voz rebotando en la oscuridad del salón. La pantalla seguía en silencio, como cada noche desde hace un año. Mi hija se fue de casa sin mirar atrás, y yo sigo aquí, preguntándome qué hice mal.

Recuerdo perfectamente la última vez que hablamos. Era una tarde de domingo, la luz dorada entraba por la ventana y Lucía estaba sentada frente a mí, con esa expresión tensa que últimamente llevaba pegada al rostro. —Mamá, necesito espacio —me dijo, casi sin mirarme a los ojos. Yo, como siempre, intenté razonar: —¿Espacio? Pero si siempre hemos sido un equipo, Lucía. ¿Qué te pasa? ¿He hecho algo?

Ella suspiró, se levantó y empezó a recoger sus cosas. —No lo entiendes, mamá. No todo gira en torno a ti. Necesito vivir mi vida. Y se fue. Así, sin más. Sin abrazos, sin despedidas.

Al principio pensé que era una rabieta más. Lucía siempre había sido intensa, pero también cariñosa. De pequeña me decía que yo era su mejor amiga. Compartíamos secretos, risas y hasta lágrimas por tonterías del colegio. Pero algo cambió cuando cumplió los dieciocho. Empezó a salir más, a encerrarse en su cuarto, a contestar con monosílabos. Yo intentaba acercarme, pero cada intento era como chocar contra un muro invisible.

Mi marido, Antonio, tampoco lo entendía. —Dale tiempo —me decía mientras hojeaba el periódico—. Ya volverá cuando se le pase la tontería. Pero yo sentía que esto era distinto. Había una herida abierta entre nosotras y no sabía cómo curarla.

Las semanas pasaron y el silencio se hizo costumbre. Llamadas sin respuesta, mensajes que quedaban en visto o ni siquiera eso. A veces me asomaba a su Instagram desde una cuenta falsa solo para ver si seguía viva. La veía sonriendo con amigas en la playa de Cádiz, o tomando cañas en una terraza de Lavapiés. Parecía feliz. ¿Por qué entonces no podía ser feliz conmigo?

Una tarde de otoño, desesperada, fui a buscarla a la universidad. Me escondí tras una columna y la vi salir con un chico moreno de barba descuidada. Reían juntos y ella parecía ligera, como si el peso que llevaba en casa se hubiera evaporado. Me sentí ridícula y rota a la vez.

Esa noche discutí con Antonio:
—¿Por qué no hacemos nada? ¡Es nuestra hija!
—¿Y qué quieres que haga? No podemos obligarla a volver.
—Pero yo necesito saber qué le pasa…
—Quizá deberías preguntarte si has sido demasiado… encima de ella.

Sus palabras me dolieron más de lo que admití. ¿Había sido una madre controladora? ¿Había asfixiado a Lucía con mi amor? Empecé a repasar cada conversación, cada consejo no pedido, cada vez que le revisé el móvil porque llegaba tarde o no respondía mis mensajes.

La culpa se instaló en mi pecho como una piedra fría. Empecé a evitar a mis amigas del barrio porque no soportaba sus preguntas: «¿Y Lucía? ¿Qué tal está en la universidad?» Mentía diciendo que estaba muy ocupada o de viaje. Nadie sabía la verdad: que mi hija había desaparecido de mi vida por voluntad propia.

En Navidad puse su plato en la mesa por si aparecía de sorpresa. Antonio me miró con tristeza y me acarició la mano en silencio. Esa noche lloré abrazada a su jersey viejo, el único consuelo que me quedaba.

Pasaron los meses y aprendí a vivir con la ausencia. Empecé a escribirle cartas que nunca envié:
«Querida Lucía,
No sé si algún día leerás esto, pero quiero que sepas que te echo de menos cada segundo…»

A veces salía a caminar por el Retiro solo para ver si me la encontraba por casualidad entre la gente. Otras veces me quedaba horas mirando su foto de la comunión, preguntándome en qué momento dejé de ser su refugio para convertirme en su cárcel.

Un día recibí un mensaje anónimo: «Déjala vivir su vida. Ya volverá cuando esté lista». No sé si era ella o alguien cercano, pero esas palabras me dieron un poco de esperanza.

Empecé terapia para aprender a soltar. La psicóloga me dijo:
—A veces los hijos necesitan alejarse para encontrarse a sí mismos.
—¿Y si nunca vuelve?
—Entonces tendrás que aprender a vivir con ese vacío.

No es fácil. Cada cumpleaños es una herida nueva; cada noticia sobre madres e hijas reconciliadas me parte el alma. Pero sigo aquí, esperando una señal.

Hoy hace exactamente un año desde que Lucía se fue. He preparado su comida favorita por si acaso decide aparecer. Sé que es improbable, pero no puedo evitarlo.

A veces me pregunto: ¿es posible querer demasiado? ¿Dónde está el límite entre proteger y asfixiar? ¿Alguna vez podré perdonarme si nunca vuelve?

¿Alguien más ha sentido este vacío? ¿Cómo se aprende a vivir con el silencio de quien más amas?