Noelia, No Te Cases Sin Pensarlo: La Boda Que Nunca Fue

—Noelia, ¿has puesto suficiente azúcar en el café de papá? —La voz de mi suegra, Carmen, retumbó en la cocina como cada mañana desde que me mudé a casa de los padres de Álvaro, mi prometido.

Eran las seis y media y yo ya llevaba una hora en pie, preparando el desayuno para toda la familia. El olor a pan tostado y café recién hecho llenaba el piso de Chamberí, pero yo solo sentía un nudo en el estómago. Miré a Carmen, que me observaba con esos ojos escrutadores que nunca parecían satisfechos.

—Sí, Carmen, como le gusta —respondí, intentando sonreír.

—Bien. Recuerda que a Álvaro le gusta la tortilla poco hecha —añadió ella, dándose la vuelta para revisar la mesa.

Álvaro apareció en pijama, bostezando. Se sentó sin mirarme y encendió el móvil. Su padre, don Manuel, entró detrás y se sentó con un gruñido. Nadie preguntó cómo estaba yo. Nadie preguntó si había dormido bien o si necesitaba ayuda.

Mientras servía los platos, recordé cómo había empezado todo. Álvaro y yo nos conocimos en la universidad. Él era divertido, atento, siempre tenía un plan para sorprenderme. Pero desde que nos prometimos, todo cambió. Su familia decidió que era hora de que «sentara la cabeza» y yo debía ser «la esposa perfecta». Dejé mi piso compartido en Lavapiés y me mudé con ellos para ahorrar para la boda. Pronto, mi vida dejó de ser mía.

—Noelia, ¿has llamado ya al restaurante para confirmar los menús? —preguntó Álvaro sin levantar la vista del móvil.

—Sí, ayer por la tarde —contesté.

—¿Y las invitaciones? Mi madre dice que faltan las de los primos de Segovia.

—Las tengo aquí —dije, sacando un sobre del bolso.

Carmen lo cogió y empezó a revisarlas una a una. Suspiré. Mi madre siempre decía que el matrimonio era cosa de dos, pero aquí parecía cosa de veinte.

Después del desayuno, subí a mi habitación y me senté en la cama. Miré mi vestido de novia colgado en el armario. Era precioso, pero no podía evitar sentir que no era mío. Lo eligió Carmen porque «favorecía mi figura» y «era lo que se esperaba en una boda decente».

Mi móvil vibró. Era Lucía, mi mejor amiga:

—¿Lista para la despedida esta noche? ¡Te vamos a secuestrar!

Sonreí por primera vez en días. Lucía siempre sabía cómo animarme. Pero al colgar, el peso volvió a caer sobre mis hombros. ¿De verdad quería casarme? ¿O solo quería complacer a todos menos a mí misma?

Por la tarde, mientras ayudaba a Carmen a elegir los centros de mesa, ella me miró fijamente:

—Noelia, espero que sepas lo afortunada que eres. Álvaro es un buen partido y nuestra familia tiene reputación. No puedes fallar ahora.

Sentí ganas de gritarle que yo también tenía sueños, que no quería pasarme la vida sirviendo cafés y sonriendo cuando no me apetecía. Pero solo asentí en silencio.

Esa noche, mis amigas me llevaron a un bar en Malasaña. Entre risas y copas, Lucía me abrazó:

—Noelia, ¿eres feliz?

Me quedé callada. Miré a mis amigas bailando, libres, riendo sin miedo al qué dirán. Y entonces lo supe: no era feliz. No quería esa vida para mí.

Al volver a casa, entré descalza para no despertar a nadie. Subí a mi habitación y me tumbé en la cama con el vestido de novia delante. Lloré en silencio hasta quedarme dormida.

A las cinco de la mañana me desperté sobresaltada. El corazón me latía tan fuerte que pensé que iba a explotar. Me levanté y empecé a meter ropa en una mochila. Cogí mi cartera, el móvil y una foto de mis padres.

Bajé las escaleras sin hacer ruido. En la cocina estaba Carmen preparando café.

—¿Dónde vas tan temprano? —preguntó con voz fría.

La miré a los ojos por primera vez sin miedo:

—Me voy, Carmen. No puedo casarme con Álvaro. No soy feliz aquí.

Ella abrió la boca para protestar pero no le di tiempo. Salí por la puerta antes de que pudiera detenerme.

En la calle hacía frío pero sentí una libertad que no recordaba desde hacía años. Caminé hasta casa de Lucía y llamé al timbre.

—¿Qué ha pasado? —preguntó ella al verme llorando.

—He huido —dije entre sollozos—. No puedo casarme con alguien solo porque es lo correcto para los demás.

Lucía me abrazó fuerte:

—Has hecho lo más valiente del mundo.

Pasaron los días entre llamadas perdidas de Álvaro y mensajes furiosos de Carmen. Mi madre vino a verme y lloramos juntas. Me dijo que estaba orgullosa de mí por no traicionarme a mí misma.

Hoy hace un mes desde aquella madrugada. Sigo sin saber qué será de mi vida pero por primera vez siento que es mía. Trabajo en una librería pequeña cerca del Retiro y cada día descubro algo nuevo sobre mí misma.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres viven atrapadas en vidas que no eligieron por miedo al qué dirán? ¿Cuántas Noelias hay ahí fuera esperando el valor para decir basta?