El yerno que no esperaba trabajar: secretos y desilusiones en la familia García

—¿De verdad creías que aquí todo era jauja, Sergio? —le espeté una tarde, mientras el sol de Madrid caía a plomo sobre el escaparate de nuestra tienda de ropa online. Mi marido, Manuel, me miró de reojo, intentando contener una sonrisa amarga. Lucía, mi hija, bajó la mirada, incómoda. Sergio, mi yerno desde hacía apenas un año, se removió en la silla, con las mejillas encendidas.

No era la primera vez que discutíamos. Desde que Lucía y Sergio se casaron, la tensión en casa era palpable. Sergio venía de una familia acomodada de Salamanca, donde nunca le faltó de nada. Cuando Lucía le habló de nuestro negocio —una tienda online de ropa que levantamos Manuel y yo hace diez años, tras quedarnos los dos en paro—, Sergio pensó que había caído de pie. «Tus padres tienen dinero, seguro que no tendré que preocuparme por nada», le escuché decirle a Lucía una noche, sin saber que yo estaba en la habitación de al lado.

La pandemia fue dura para todos, pero a nosotros nos salvó. Mientras otros negocios cerraban, nuestras ventas online se dispararon. Pero lo que nadie veía era el esfuerzo: noches sin dormir, peleas por los pedidos atrasados, discusiones con proveedores y clientes impacientes. Cuando Lucía nos pidió que Sergio trabajara con nosotros «para aprender el oficio», aceptamos pensando que sería una ayuda. Qué ingenuos fuimos.

—Mamá, dale tiempo —me decía Lucía—. No está acostumbrado a esto.

Pero el tiempo pasaba y Sergio seguía llegando tarde, escaqueándose del almacén y poniendo excusas para no atender a los clientes difíciles. Un día lo encontré jugando con el móvil mientras las cajas se apilaban sin abrir.

—¿No piensas ayudar? —le pregunté.
—Es que esto no es lo mío —respondió encogiéndose de hombros—. Yo estudié ADE para otra cosa.

Me hervía la sangre. ¿Para qué había estudiado entonces? ¿Para mirar cómo otros trabajaban? Manuel intentaba mediar:

—Sergio, aquí todos remamos juntos. Si no te gusta, busca otro sitio.

Pero Sergio solo se encogía más en sí mismo. Lucía empezó a cambiar también: llegaba cansada, discutía conmigo por cualquier cosa y defendía a Sergio aunque supiera que no tenía razón.

Una noche, después de cenar, escuché cómo discutían en su habitación:

—¡No puedo más! —gritaba Lucía—. ¡Mis padres no son tus sirvientes!
—¡Tú no entiendes! Yo pensaba que aquí todo sería diferente…

Me senté en la escalera y lloré en silencio. ¿En qué habíamos fallado? ¿Por qué mi hija había elegido a alguien tan distinto a nosotros?

El punto de inflexión llegó un sábado por la mañana. Teníamos una promoción importante y necesitábamos a todos al pie del cañón. Sergio no apareció hasta las once y media, con resaca y sin ganas de nada.

—¿Dónde estabas? —le preguntó Manuel.
—Salí con unos amigos —respondió sin mirarnos.

Ese día exploté:

—¡Basta ya! Aquí nadie vive del cuento. Si quieres seguir en esta familia, tienes que aportar como todos.

Sergio me miró con odio y salió dando un portazo. Lucía fue tras él. Pasaron dos días sin que supiéramos nada de ellos. Yo apenas podía dormir; Manuel intentaba tranquilizarme pero estaba igual de preocupado.

El lunes por la tarde volvieron. Lucía tenía los ojos hinchados de llorar. Sergio venía serio, cabizbajo.

—Mamá… Papá… —empezó Lucía—. Hemos hablado mucho estos días. Sergio va a buscar trabajo fuera del negocio familiar. No quiere ser una carga ni para vosotros ni para mí.

Sergio asintió en silencio. Por primera vez lo vi humilde, casi derrotado.

Durante semanas la tensión fue insoportable. Lucía apenas hablaba conmigo; Sergio se fue a vivir con un amigo mientras buscaba trabajo. El negocio siguió adelante pero el ambiente era frío, como si faltara algo esencial.

Un día recibí un mensaje de Sergio: «Gracias por todo. He encontrado trabajo en una gestoría. Sé que no lo puse fácil y os pido perdón».

Lloré al leerlo. No porque me diera pena Sergio, sino porque sentí que mi hija había perdido algo de su inocencia; que la vida le había enseñado demasiado pronto lo duro que es confiar en las personas equivocadas.

Poco a poco las cosas mejoraron. Lucía volvió a casa algunos fines de semana; Sergio venía a cenar de vez en cuando y ayudaba con pequeños arreglos en la tienda sin que nadie se lo pidiera. Aprendió a valorar el esfuerzo y nosotros aprendimos a perdonar.

A veces me pregunto si hicimos bien en abrirle las puertas tan rápido; si deberíamos haberle explicado mejor lo que significa ser parte de una familia trabajadora en España hoy en día. Pero también sé que cada uno tiene su propio camino para aprender lo importante: el esfuerzo, la humildad y el amor verdadero.

¿Vosotros qué haríais en mi lugar? ¿Creéis que es justo esperar tanto de alguien solo por ser parte de la familia? ¿O hay cosas que solo se aprenden cuando la vida te pone contra las cuerdas?