Luz de Navidad: ¿Solo importa el regalo en una relación?

—¡Mamá, ¿por qué este año no hay árbol de Navidad?— preguntó Emiliano, mi hijo menor, con los ojos grandes y húmedos, mientras yo trataba de esconder las cuentas que hacía en una hoja arrugada. Era 20 de diciembre y el aire olía a tortillas recién hechas y a resignación.

—Porque este año vamos a celebrar diferente, mi amor —le respondí, forzando una sonrisa que no engañó a nadie. Mi madre, Doña Teresa, me miró desde la cocina con esa mezcla de compasión y cansancio que solo las abuelas conocen.

Me llamo Mariana López y hace seis años que cargo sola con la vida. Cuando mi esposo se fue, Emiliano tenía cuatro años y Santiago, el mayor, apenas diez. No hubo tiempo para llorar ni para buscar otro hombre que llenara el vacío; había que trabajar, lavar uniformes, ayudar con tareas y, sobre todo, fingir que todo estaba bien.

Mi mamá fue mi única aliada. Ella llegaba cada mañana antes del amanecer, preparaba café y huevos revueltos, y se encargaba de llevar a los niños a la escuela mientras yo salía a vender ropa en el tianguis de la colonia. A veces regresaba con las manos vacías y el corazón apretado, preguntándome si algún día mis hijos entenderían por qué nunca había regalos caros bajo el árbol.

Esa Navidad era diferente. La pandemia nos había dejado sin ahorros y con deudas. Santiago, ya adolescente, apenas hablaba conmigo. Se encerraba en su cuarto con los audífonos puestos y solo salía para comer. Emiliano, en cambio, seguía buscando mi abrazo cada noche, preguntando si papá volvería algún día.

—¿Por qué no podemos tener una Navidad como las demás familias? —me reclamó Santiago una tarde, mientras yo intentaba remendar su pantalón escolar.

—Porque nosotros somos diferentes —le respondí, tragando saliva—. Pero eso no significa que no tengamos lo más importante: nos tenemos unos a otros.

Él bufó y se fue dando un portazo. Sentí que el alma se me partía en dos. Mi mamá se sentó a mi lado y me tomó la mano.

—No te culpes, hija. Los niños no entienden ahora, pero un día lo harán —me susurró.

Esa noche lloré en silencio. Me pregunté si estaba haciendo lo correcto o si mis hijos crecerían resentidos conmigo por no poder darles lo que otros tenían. Recordé mi propia infancia en Veracruz: éramos ocho hermanos y nunca hubo regalos caros ni cenas lujosas, pero sí risas, abrazos y villancicos desafinados alrededor de una vela.

El 24 llegó más rápido de lo esperado. No había árbol ni luces, pero mi mamá preparó tamales y ponche con lo poco que teníamos. Puse la mesa con esmero y encendí una vela en el centro. Emiliano dibujó un árbol en una hoja blanca y lo pegó en la pared.

—Mira, mamá, ahora sí tenemos árbol —dijo con orgullo.

Santiago llegó tarde a la mesa. Se sentó en silencio y apenas probó bocado. Yo intenté animar la conversación:

—¿Se acuerdan cuando fuimos al parque y casi nos caemos al lago?

Emiliano rió, pero Santiago solo miró su plato. Mi mamá intentó romper el hielo:

—En mi época solo teníamos naranjas para Navidad y éramos felices.

Santiago soltó un suspiro exasperado.

—Eso era antes, abuela. Ahora todos mis amigos suben fotos con sus regalos nuevos. Nosotros ni siquiera tenemos árbol —dijo con voz dura.

Sentí una punzada en el pecho. Me levanté de la mesa sin decir palabra y fui al patio. El aire frío me golpeó la cara y las lágrimas brotaron sin control. ¿De qué servía tanto esfuerzo si mis hijos solo veían lo que les faltaba?

Mi mamá salió tras de mí.

—No llores, hija. Los regalos no hacen la Navidad —me dijo abrazándome fuerte—. Tú les das amor todos los días. Eso vale más que cualquier cosa.

Quise creerle, pero esa noche me costó dormir. Pensé en todas las madres solteras que conozco: Lucía, que limpia casas ajenas para pagar el colegio de su hija; Patricia, que vende empanadas en la esquina para sacar adelante a sus mellizos; Rosaura, que nunca se permitió volver a enamorarse por miedo a repetir la historia.

Al día siguiente, Santiago se acercó a mí mientras lavaba los trastes.

—Perdón por lo de anoche —murmuró sin mirarme—. Es solo que… extraño cómo era todo antes.

Lo abracé fuerte.

—Yo también extraño muchas cosas, hijo. Pero aquí estamos, juntos. Eso es lo único que importa.

Pasaron los días y la vida siguió su curso: trabajos mal pagados, tareas escolares, peleas entre hermanos y noches de desvelo pensando en cómo pagar la renta. Pero algo cambió después de esa Navidad sin regalos: mis hijos empezaron a valorar los pequeños gestos. Emiliano me ayudaba a barrer sin que se lo pidiera; Santiago comenzó a pasar más tiempo en la sala con nosotros; mi mamá sonreía más seguido.

Un año después, cuando por fin pude ahorrar un poco para comprar un arbolito artificial y unas luces baratas del mercado, Emiliano me abrazó emocionado.

—¿Ves? Este año sí tenemos árbol —me dijo sonriendo.

Santiago puso la estrella en la punta y me miró con ojos distintos: ya no había reproche, sino gratitud silenciosa.

Ahora entiendo que los regalos materiales son solo una excusa para reunirnos; lo verdaderamente importante es el amor que nos damos cada día, aunque sea imperfecto y lleno de carencias.

A veces me pregunto: ¿cuántas familias viven estas fiestas sintiéndose menos porque no pueden dar regalos caros? ¿Cuándo aprenderemos que el verdadero regalo es estar juntos? ¿Ustedes qué piensan? ¿De verdad solo importa el regalo en una relación?