Cuarenta años bajo el mismo techo: la jaula invisible de mi madre

—¿Vas a salir otra vez, Lucía? —La voz de mi madre retumba desde el pasillo, cargada de reproche y una pizca de miedo.

Me detengo, las llaves tintineando en mi mano. Son las siete de la tarde de un viernes cualquiera en nuestro piso de Vallecas. Tengo cuarenta años y, sin embargo, me siento como una adolescente pidiendo permiso para respirar. Miro el espejo del recibidor: ojeras, el pelo recogido deprisa y una expresión que no reconozco. ¿Cuándo me convertí en esta sombra?

—Solo voy a tomar un café con Marta, mamá. No tardo —respondo, pero ya sé lo que viene.

—¿Y si pasa algo? ¿Por qué no te quedas conmigo? Podemos ver esa serie que te gusta…

La culpa me muerde el estómago. Marta lleva semanas insistiendo en que salga más, que conozca gente, que viva. Pero cada vez que intento dar un paso fuera de este piso, la voz de mi madre me arrastra de vuelta como una marea.

Mi padre se fue cuando yo tenía ocho años. Desde entonces, mi madre y yo hemos sido un equipo, o eso creía. Pero ahora veo que siempre ha sido ella al mando y yo la copiloto asustada. Nunca me animó a irme a estudiar fuera, ni a hacer un Erasmus como mis amigas. Cuando empecé a trabajar en la biblioteca del barrio, ella celebró que estuviera tan cerca de casa.

—Lucía, ¿me ayudas con la cena? —grita desde la cocina.

Respiro hondo y dejo las llaves sobre la mesa. Marta entenderá otra vez. Me acerco a la cocina y veo a mi madre removiendo el pisto con gesto serio.

—No tienes por qué quedarte si no quieres —dice sin mirarme.

—No es eso, mamá…

Pero sí es eso. Siempre es eso. El miedo a herirla, a dejarla sola. El miedo a ser mala hija.

Esa noche, mientras cenamos en silencio, pienso en cómo sería mi vida si tuviera valor para irme. ¿Tendría pareja? ¿Hijos? ¿Un piso pequeño y desordenado lleno de plantas? ¿Amigos con los que salir los sábados por Malasaña?

El sábado por la mañana, mientras recojo la mesa del desayuno, mi madre me observa con atención.

—¿Has pensado en buscar otro trabajo? —pregunta de repente.

Me sorprende la pregunta. —¿Por qué lo dices?

—No sé… podrías buscar algo mejor pagado. Así podríamos arreglar el baño o irnos de vacaciones… juntas.

Otra vez ese “juntas” que pesa como una losa. Siento que me ahogo.

Por la tarde recibo un mensaje de Marta: “¿Te apuntas al cine esta noche? Hay un chico nuevo en el grupo ;)”. Sonrío ante el guiño, pero enseguida siento el nudo en el estómago. Sé lo que pasará si le digo a mi madre que salgo por la noche.

Me armo de valor y entro en el salón.

—Mamá, esta noche voy al cine con Marta y unos amigos.

Ella deja el ganchillo y me mira como si le hubiera anunciado una catástrofe.

—¿Y vas a dejarme sola un sábado por la noche?

—Solo es una película…

—Bueno, haz lo que quieras —dice con voz temblorosa.

Salgo del salón sintiéndome la peor persona del mundo. Pero esa noche salgo. El cine está lleno y el chico nuevo es simpático. Me río, hablo, casi olvido el peso del piso de Vallecas. Pero cuando vuelvo a casa, mi madre está despierta en el sofá, con los ojos rojos.

—No podía dormir —dice simplemente.

Me siento a su lado y le cojo la mano. No sé cómo romper este círculo vicioso. ¿Cómo se aprende a vivir para una misma después de cuarenta años viviendo para otra persona?

Los días pasan y cada intento de independencia termina igual: culpa, discusiones suaves pero constantes, silencios largos en la cena. Mis amigas se casan, tienen hijos, viajan. Yo sigo aquí, atrapada entre el amor y el miedo.

Un domingo por la tarde, mientras vemos fotos antiguas, mi madre suspira:

—Eras tan pequeña cuando tu padre se fue… Solo te tenía a ti.

Y ahí lo entiendo todo: su miedo es tan grande como el mío. Pero si no corto este hilo invisible, ninguna de las dos vivirá realmente.

Esa noche busco pisos compartidos en internet. Escribo a Marta: “¿Crees que podría hacerlo?”.

Ella responde enseguida: “Claro que sí. Y si necesitas ayuda para decírselo a tu madre, voy contigo”.

Miro a mi madre dormida en el sillón y siento una mezcla de ternura y rabia. Sé que será difícil, que lloraremos las dos, que habrá reproches y silencios más largos aún. Pero también sé que merezco intentarlo.

¿Hasta cuándo vamos a vivir atrapadas por el miedo? ¿Cuándo aprenderemos a soltar para poder volar las dos?