El precio del silencio: una madre frente al abismo de las deudas de su hijo
—Mamá, necesito que me escuches, por favor. No me juzgues todavía.
La voz de Sergio, mi hijo mayor, temblaba al otro lado del teléfono. Yo estaba en la cola del supermercado, con el carrito medio lleno y la cabeza en mil cosas cotidianas: la subida de la luz, el alquiler, el trabajo en la gestoría que cada vez me asfixiaba más. Pero ese tono, ese quiebro en su voz, me hizo dejarlo todo y salir corriendo. No era el niño que se caía en el parque y venía a buscar consuelo; era un hombre de treinta años, con ojeras y una sombra en la mirada que no supe ver a tiempo.
Nos sentamos en la cocina, como tantas veces antes. El reloj marcaba las seis y media, pero afuera ya caía la tarde sobre Madrid. Sergio no podía mirarme a los ojos. Jugaba con el borde de su taza de café mientras yo intentaba adivinar qué monstruo le perseguía.
—He tenido problemas, mamá. No sé cómo ha pasado… Bueno, sí lo sé, pero no quiero que pienses mal de mí. Me han dejado dinero unos amigos y ahora me lo piden de vuelta. Si no pago, pueden venir a buscarme al trabajo. Necesito tu ayuda.
No pregunté cuánto. No pregunté por qué. Solo vi a mi hijo acorralado y sentí ese instinto animal de protegerlo. Al día siguiente fui al banco y pedí un crédito personal de 18.000 euros. Firmé papeles sin leer la letra pequeña, convencida de que estaba haciendo lo correcto. Cuando le di el dinero a Sergio, lloró como cuando era pequeño y tenía miedo a la oscuridad.
Durante semanas viví con la esperanza de que todo volvería a la normalidad. Pero el dinero desapareció sin dejar rastro. Sergio evitaba venir a casa y cuando lo hacía, estaba más nervioso que nunca. Mi hija Lucía empezó a sospechar y una noche, después de cenar, me enfrentó en el salón:
—Mamá, ¿qué está pasando con Sergio? ¿Por qué tienes esa cara? ¿Por qué has dejado de dormir?
No supe qué responderle. Me sentía culpable por haberle ocultado todo, pero aún más por haberme dejado arrastrar por el miedo. Fue Lucía quien descubrió la verdad: Sergio tenía problemas con el juego desde hacía meses. Máquinas tragaperras en los bares del barrio, apuestas online… Todo un mundo oscuro del que yo no sabía nada.
—¿Cómo has podido mentirme así? —le grité a Sergio una noche en la que por fin se atrevió a venir a casa—. ¡Te he dado todo lo que tengo! ¡He hipotecado mi futuro por ti!
Él se encogió en el sofá, derrotado.
—No quería hacerte daño… Pensé que podría salir solo… Pero cada vez era peor. Mamá, lo siento.
Las palabras no servían de nada. El banco empezó a reclamar las cuotas del crédito y yo apenas podía pagarlas con mi sueldo. Empecé a pedir horas extra en la gestoría y a vender cosas por Wallapop: el reloj de mi padre, los pendientes de oro de mi boda… Cada vez que sonaba el teléfono temía que fuera el banco o algún cobrador.
En casa ya no se hablaba de otra cosa. Lucía dejó de hablarle a su hermano y mi marido, Antonio, se encerró en sí mismo. Una noche discutimos tan fuerte que los vecinos llamaron a la puerta para preguntar si todo iba bien.
—¡Siempre le has consentido todo! —me reprochó Antonio—. ¡Nunca le has puesto límites! Ahora mira dónde estamos…
Me sentí sola como nunca antes. Empecé a ir a misa los domingos solo para poder llorar en silencio entre desconocidos. Una tarde me encontré con Carmen, mi vecina de toda la vida, y al preguntarme cómo estaba rompí a llorar en plena calle.
—No eres la única —me dijo ella mientras me abrazaba—. Mi cuñado perdió todo por las apuestas deportivas. Esto está por todas partes ahora…
Empecé a buscar ayuda: llamé al teléfono de atención al jugador compulsivo y convencí a Sergio para que fuera conmigo a una reunión. Allí escuchamos historias peores que la nuestra: padres arruinados, matrimonios rotos, jóvenes endeudados hasta las cejas… Me di cuenta de que esto era una epidemia silenciosa que nadie quería ver.
Pero el daño ya estaba hecho. El banco amenazó con embargarme el piso si no pagaba las cuotas atrasadas. Una noche me senté con Sergio en la cocina y le puse las cartas sobre la mesa:
—O buscas ayuda de verdad o te vas de casa. No puedo seguir así.
Él bajó la cabeza y asintió. Empezó terapia y poco a poco fue recuperando algo de dignidad. Pero yo seguía pagando las consecuencias: noches sin dormir, ansiedad cada vez que abría una carta del banco, miedo al futuro.
Hoy escribo esto desde esa misma cocina donde empezó todo. Sergio sigue luchando contra sus demonios y yo sigo pagando un crédito que nunca debí pedir. A veces me pregunto si hice bien o si solo alimenté su adicción con mi amor ciego.
¿Hasta dónde debe llegar una madre por su hijo? ¿Dónde está el límite entre ayudar y hundirse juntos? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?