El eco de los silencios: una vida entre llamadas y ausencias

—¿Mamá, cómo te encuentras hoy? —La voz de Lucía suena al otro lado del teléfono, monótona, como si leyera un guion aprendido de memoria.

Me quedo mirando la taza de café frío entre mis manos. Es la tercera llamada del día. Primero fue Marta, luego Andrés, y ahora Lucía. Todos preguntan lo mismo, con las mismas palabras, con la misma distancia. Antes, cuando eran pequeños, me llamaban para contarme sus sueños, sus miedos, sus pequeñas victorias. Ahora, solo preguntan por mi salud.

—Bien, hija. Aquí, como siempre —respondo, intentando sonar animada.

—Bueno, pues cuídate mucho. Ya sabes, cualquier cosa nos llamas. —Cuelga antes de que pueda decirle que mañana es mi cumpleaños.

Me levanto despacio y me acerco a la ventana. La calle está vacía a esta hora; solo pasa algún vecino paseando al perro. Me pregunto si alguno de mis hijos vendrá a verme mañana o si, como cada año desde hace tiempo, solo recibiré un mensaje frío en el grupo de WhatsApp familiar: “Felicidades, mamá”.

Recuerdo el día en que mi marido, Fernando, se fue de casa. Era una tarde lluviosa de noviembre. Los niños jugaban en el salón y yo preparaba la cena. Él entró con esa mirada ausente que había aprendido a temer.

—No puedo más, Agata. Me voy —dijo sin mirarme a los ojos.

No lloré. No podía permitírmelo. Tenía tres hijos pequeños y una vida entera por reconstruir. Trabajé en la panadería del barrio durante años, levantándome antes del amanecer para amasar pan y volver a casa justo a tiempo para llevar a los niños al colegio. Nunca faltó comida en la mesa ni un beso de buenas noches.

Pero el tiempo pasa y los hijos crecen. Marta se fue a Madrid a estudiar Derecho y nunca volvió del todo. Lucía se casó joven y vive en Valencia; dice que el mar le da paz. Andrés sigue aquí en Zaragoza, pero apenas nos vemos: siempre tiene prisa, siempre está ocupado.

Hace unos meses tuve una caída en la cocina. Nada grave, pero desde entonces las llamadas se han vuelto diarias. Al principio pensé que era preocupación genuina; ahora sospecho que es otra cosa. Hace poco escuché sin querer una conversación entre Marta y Lucía:

—¿Tú crees que mamá ya ha hecho testamento? —preguntó Lucía.

—No lo sé, pero deberíamos hablarlo con ella. No quiero líos después —respondió Marta.

Desde entonces, cada llamada pesa más que la anterior.

Hoy he salido al mercado a comprar fruta. La frutera, Carmen, me sonríe con esa calidez que echo de menos en mi propia familia.

—¿Y tus hijos qué tal? ¿Vendrán mañana a verte? —me pregunta mientras pesa las manzanas.

—No lo sé, Carmen. Ya sabes cómo son los jóvenes ahora… —respondo con una sonrisa forzada.

Al volver a casa encuentro una carta en el buzón: propaganda bancaria sobre hipotecas inversas para mayores. La dejo sobre la mesa sin abrirla. Me siento en el sofá y miro las fotos familiares en la estantería: los tres niños en la playa de Salou, Fernando abrazándome antes de marcharse para siempre.

Por la tarde suena el timbre. Es Andrés.

—Hola, mamá. ¿Tienes café? —entra sin esperar respuesta y se sienta en la cocina.

—Claro, hijo. Ahora mismo te lo pongo.

Mientras preparo el café, noto su mirada fija en mis movimientos torpes.

—Mamá… ¿has pensado en vender el piso? Podrías irte a una residencia buena y estar más cuidada —dice sin rodeos.

Me quedo helada. El piso es todo lo que tengo; aquí crecieron mis hijos, aquí lloré y reí durante décadas.

—No quiero irme de mi casa, Andrés. Aquí tengo mis recuerdos —respondo con voz temblorosa.

Él suspira y mira el móvil.

—Solo lo digo por tu bien… y por el nuestro también. Así no tienes que preocuparte por nada —añade rápidamente.

Cuando se va, me siento más sola que nunca. ¿En qué momento dejaron de verme como su madre para verme como un trámite pendiente?

Por la noche llamo a Marta.

—Hola mamá, ¿qué tal? —su voz suena ocupada.

—Mañana es mi cumpleaños…

—¡Ay! Es verdad… Bueno, te llamamos todos juntos por videollamada después de comer, ¿vale?

Cuelgo antes de que note mis lágrimas.

A medianoche escribo en mi diario:
“¿Qué queda cuando los hijos dejan de ser hijos y una madre deja de ser madre para convertirse solo en una carga o en un testamento por repartir? ¿Dónde quedó el amor que les di?”

Mañana soplaré las velas sola otra vez. Quizá algún día entiendan lo que significa mirar por la ventana esperando algo más que una llamada vacía.

¿De verdad los hijos pueden olvidar todo lo que una madre hizo por ellos? ¿O es el tiempo quien borra los recuerdos y deja solo el interés?