Sesenta años esperando el amor: una vida entre sombras y esperanza
—¿Y si esta vez sale mal, Fernando? —me pregunté en voz baja, mientras el eco de mi propia voz se perdía entre las paredes de mi piso en Chamberí. El reloj marcaba las dos de la madrugada y yo seguía sentado en la mesa de la cocina, con una copa de vino medio vacía y el móvil en la mano. La foto de Patricia iluminaba la pantalla: su sonrisa, tan franca, tan luminosa, parecía desafiar mis miedos.
Nunca me sentí viejo. Ni siquiera ahora, a punto de cumplir sesenta años. Siempre he sido el alma de mi grupo de amigos: los jueves de cañas en La Latina, los domingos de fútbol en casa de Manolo, las tertulias interminables sobre política y cine. Pero cuando la noche caía y cada uno volvía a su familia, yo regresaba solo a mi piso. No me pesaba entonces. O eso creía.
Nunca me casé. No porque no tuviera oportunidades; mujeres como Lucía, la compañera de la facultad que me miraba con esos ojos llenos de promesas, o Carmen, la vecina del tercero que siempre encontraba excusas para invitarme a cenar. Pero siempre encontraba una razón para no dar el paso: el trabajo, la libertad, el miedo a perderme a mí mismo.
Mis padres murieron jóvenes. Mi hermana, Teresa, se fue a vivir a Valencia con su marido y sus dos hijos. Nos vemos poco; las llamadas se han vuelto rutinarias, llenas de silencios incómodos y frases hechas. “¿Y tú qué tal, Fernando? ¿Sigues solo?”
Hace seis meses todo cambió. Fue en una exposición de fotografía en el Matadero. Yo admiraba una imagen en blanco y negro de la Gran Vía cuando escuché una voz a mi lado:
—¿No te parece que Madrid siempre parece más triste en blanco y negro?
Me giré y allí estaba Patricia. Pelo corto, gafas rojas, una bufanda azul que parecía abrazarla con ternura. Hablamos durante horas. Sobre arte, sobre viajes, sobre esa sensación de estar siempre un poco fuera de lugar.
Empezamos a vernos cada semana. Primero cafés, luego cenas, paseos por El Retiro al atardecer. Me sorprendía lo fácil que era hablar con ella, lo natural que resultaba reírnos juntos. Pero también sentía un vértigo desconocido: ¿y si esta vez sí? ¿Y si por fin me atrevía a dejar entrar a alguien en mi vida?
Mis amigos no tardaron en notar el cambio.
—Fernando, te veo distinto —dijo Manolo una noche en el bar—. ¿Quién es la afortunada?
Me encogí de hombros, intentando restarle importancia.
—Solo una amiga.
Pero no era solo eso. Patricia empezó a formar parte de mi rutina: mensajes por la mañana, llamadas improvisadas al salir del trabajo, planes para el fin de semana. Y con cada día que pasaba, el miedo crecía junto a la ilusión.
Un sábado por la tarde, mientras paseábamos por el Rastro, Patricia se detuvo frente a un puesto de libros antiguos.
—¿Nunca has pensado en tener hijos? —preguntó de repente.
Sentí un nudo en el estómago.
—No sé… Supongo que ya es tarde para eso.
Ella me miró con ternura.
—Nunca es tarde para empezar algo nuevo.
Esa noche no pude dormir. Me enfrenté a todos mis fantasmas: el miedo al compromiso, la soledad elegida como escudo, la sensación de haber dejado pasar demasiadas oportunidades. Recordé las Navidades solo frente al televisor, los cumpleaños celebrados con una tarta comprada en la pastelería de la esquina.
Decidí hablar con Teresa. Cogí el AVE y fui a Valencia. En su cocina luminosa, mientras sus hijos jugaban en el salón, le conté todo.
—¿Y qué te impide intentarlo? —preguntó ella—. ¿El qué dirán? ¿El miedo a fracasar?
—No quiero hacerle daño —admití—. Ni que piense que soy un viejo que busca compañía por miedo a morir solo.
Teresa me abrazó.
—Fernando, todos tenemos miedo. Pero también merecemos ser felices.
Volví a Madrid decidido a intentarlo. Invité a Patricia a cenar en casa. Cociné mi mejor tortilla de patatas (aunque se me rompió al darle la vuelta) y abrí una botella de Rioja reserva.
—Patricia —dije al final de la cena—, quiero intentarlo contigo. No sé si sé hacerlo bien, pero quiero aprender.
Ella sonrió y me tomó la mano.
—Yo también tengo miedo —confesó—. Pero contigo siento que todo es posible.
Desde entonces hemos construido algo nuevo: tardes de cine clásico en versión original, excursiones improvisadas a pueblos perdidos de Castilla-La Mancha, domingos de mercado y siesta compartida. A veces me asusta lo mucho que la necesito; otras veces me maravilla lo fácil que es quererla.
Pero no todo es sencillo. Mis amigos bromean con mi “crisis de los sesenta”, algunos familiares murmuran sobre lo raro que es empezar una relación tan tarde. Incluso yo mismo dudo: ¿seré capaz de cambiar después de tantos años solo? ¿Podré ofrecerle algo más que compañía?
A veces pienso en los hijos que no tuve, en las vidas alternativas que nunca viví. Pero luego miro a Patricia y siento que todo lo vivido me ha traído hasta aquí.
Hoy he comprado dos billetes para Granada. Quiero enseñarle la Alhambra al atardecer y decirle que sí, que aún tengo miedo, pero también esperanza.
¿No es acaso la vida eso? Atreverse cuando todo parece perdido. ¿Y vosotros? ¿Os habéis atrevido alguna vez a empezar de nuevo cuando todos decían que era demasiado tarde?