Cinco meses con Don Ramón: Cuando la familia se convierte en prueba
—¿Otra vez has dejado los platos sin fregar, Lucía? —la voz grave de Don Ramón retumbó en la cocina, mientras yo intentaba calmar a mi hija pequeña que lloraba en el salón.
No era ni la primera ni la última vez que aquel reproche atravesaba las paredes de nuestro piso de tres habitaciones en Vallecas. Desde que Don Ramón, mi suegro, llegó hace dos semanas para quedarse cinco meses con nosotros, la casa se había convertido en un campo de batalla silencioso. Mi marido, Álvaro, apenas hablaba; su mirada se perdía entre las noticias del móvil y el humo del café frío. Yo sentía que cada día era una prueba de resistencia.
La decisión de que Don Ramón viniera a vivir con nosotros no fue realmente una elección. Su casita en el pueblo había quedado inhabitable tras una tormenta, y no tenía a nadie más. Álvaro es hijo único y su madre falleció hace años. «Es solo por unos meses», me dijo él, con esa mezcla de culpa y resignación que le conozco desde que éramos novios. Pero nadie nos preparó para lo que supondría compartir techo con un hombre tan diferente a nosotros.
Don Ramón es de otra época. Para él, la mujer debe encargarse de la casa y los niños, mientras el hombre trabaja y manda. Yo trabajo media jornada en una gestoría y el resto del tiempo cuido de nuestra hija, Martina, que apenas tiene tres años. Álvaro lleva meses buscando empleo tras un ERE en su empresa. La tensión económica ya era suficiente peso antes de que llegara su padre.
—En mis tiempos, esto no pasaba —decía Don Ramón cada vez que veía a Álvaro preparando la cena o cambiando un pañal—. Los hombres no hacían esas cosas.
Álvaro apretaba los dientes y callaba. Yo sentía cómo la rabia me subía por dentro, pero me mordía la lengua por no empeorar las cosas. La convivencia se volvió insostenible desde el primer día. Don Ramón criticaba todo: la comida, el orden de la casa, los horarios de Martina, incluso cómo hablábamos entre nosotros.
Una noche, después de acostar a Martina, me encontré a Álvaro sentado en el balcón, fumando a escondidas.
—No puedo más, Lucía —me dijo sin mirarme—. Siento haberte metido en esto.
Me senté a su lado y le cogí la mano. Llevábamos seis años juntos y habíamos superado tantas cosas: el paro, las discusiones por dinero, incluso una crisis de confianza cuando yo sospeché que me ocultaba algo. Pero esto era diferente. Ahora era como si una sombra se hubiera instalado en casa y no nos dejara respirar.
Al día siguiente, mientras preparaba el desayuno, Don Ramón entró en la cocina y me miró con desaprobación.
—¿Vas a vestir así para ir a trabajar? —preguntó señalando mis vaqueros y mi camiseta—. Antes las mujeres se arreglaban más.
Sentí una mezcla de vergüenza y rabia. No respondí. Me limité a servirle el café y salir corriendo al trabajo. En la oficina, mis compañeras notaron mi mal humor.
—¿Otra vez tu suegro? —me preguntó Carmen, que siempre tenía un consejo para todo—. Tienes que poner límites, Lucía.
Pero ¿cómo se ponen límites cuando vives bajo el mismo techo y dependes económicamente del piso de tu marido? ¿Cómo le dices a un hombre mayor que sus costumbres ya no encajan en tu vida?
Las semanas pasaron y la situación empeoró. Don Ramón empezó a meterse también con Martina: «Esa niña necesita mano dura», decía cuando la veía llorar porque no quería comer verduras. Álvaro intentaba mediar, pero acababa discutiendo con su padre o encerrándose en el baño para no explotar.
Una tarde, después de una discusión especialmente dura porque Don Ramón había castigado a Martina sin consultarnos, exploté.
—¡Basta ya! —le grité delante de Álvaro—. Esta es nuestra casa y nuestra hija. No puede seguir imponiendo sus normas aquí.
Don Ramón me miró como si le hubiera abofeteado.
—No tienes respeto por los mayores —dijo con voz temblorosa—. Así va el mundo…
Álvaro intervino por fin:
—Papá, Lucía tiene razón. No podemos seguir así. Si quieres quedarte aquí, tienes que respetar cómo vivimos.
El silencio fue absoluto durante varios días. Don Ramón apenas salía de su habitación. Martina preguntaba por qué el abuelo estaba triste y yo no sabía qué responderle.
Poco a poco, intentamos establecer nuevas reglas: horarios para compartir espacios comunes, turnos para cocinar y limpiar, incluso tardes en las que Don Ramón podía ver sus programas favoritos sin que nadie le molestara. No fue fácil; cada día era una negociación silenciosa.
Pero lo más difícil fue recuperar nuestra intimidad como pareja. Álvaro y yo apenas teníamos momentos a solas; cualquier conversación podía ser interrumpida por una puerta que se abría o una crítica inesperada desde el pasillo.
Una noche, después de acostar a Martina y comprobar que Don Ramón dormía, nos sentamos juntos en el sofá.
—¿Crees que saldremos de esta? —me preguntó Álvaro con voz cansada.
Le miré a los ojos y recordé todo lo que habíamos superado juntos: las noches sin dormir por culpa del paro, las discusiones por facturas impagadas, los celos infundados…
—Si hemos llegado hasta aquí —le respondí—, podemos con esto también.
Ahora han pasado casi cinco meses desde que Don Ramón llegó. Falta poco para que vuelva al pueblo; su casa ya está arreglada. No sé si nuestra relación volverá a ser como antes, pero sí sé que hemos aprendido algo sobre nosotros mismos: sobre nuestros límites, nuestras fuerzas y nuestras debilidades.
A veces me pregunto si todas las familias pasan por pruebas así o si somos nosotros los que tenemos mala suerte. ¿Hasta dónde seríais capaces de llegar por mantener la paz familiar? ¿Dónde está el límite entre ayudar y perderse a uno mismo?