Diez años de hipoteca y una promesa rota: el día que mi suegra se negó a marcharse
—¡No puede ser, Carmen! ¡No puedes hacerme esto ahora! —grité, con la voz quebrada, mientras las llaves del piso caían al suelo y resonaban como un disparo en el salón.
Mi suegra me miró desde el sofá, con esa serenidad suya que siempre me había parecido arrogante. Mi marido, Andrés, estaba sentado a mi lado, mudo, con las manos entrelazadas y la mirada clavada en el suelo. Yo sentía que el aire se me escapaba del pecho.
Habíamos pasado diez años pagando la hipoteca de aquel diminuto piso de Vallecas. Diez años de sacrificios, de cenas sin postre, de vacaciones en casa de mis padres en Toledo porque no podíamos permitirnos otra cosa. Todo para que Carmen, mi suegra, tuviera su propio espacio y nosotros, por fin, el nuestro. Habíamos acordado que, en cuanto termináramos de pagar el piso, ella se mudaría allí y nosotros podríamos respirar en nuestro propio hogar. Lo habíamos hablado mil veces. Ella misma lo había aceptado.
Pero ahora, cuando por fin llegó el día, Carmen simplemente dijo: —He cambiado de opinión. Aquí estoy bien. No quiero irme.
Sentí cómo la rabia me subía por la garganta. —¿Cómo que no quieres irte? ¡Lo hablamos! ¡Lo prometiste! —Mi voz temblaba entre la desesperación y la incredulidad.
Andrés intentó mediar: —Mamá, por favor…
Pero ella le cortó con un gesto seco. —Andrés, hijo, tú sabes que aquí estoy mejor. Ese piso es muy pequeño, y además está lejos del centro. Aquí tengo mis cosas, mi gente…
No podía creerlo. Diez años hipotecando nuestra vida para que ella tuviera un sitio propio y ahora… ¿simplemente no le apetecía mudarse?
Me encerré en el baño y lloré como una niña. Recordé todas las veces que había soñado con tener mi propio salón, poder invitar a mis amigas sin sentirme observada, dormir sin escuchar la radio encendida a las seis de la mañana porque Carmen no podía dormir. Recordé las discusiones con Andrés cuando él defendía a su madre: “Es solo por unos años más”, “cuando terminemos la hipoteca todo cambiará”.
Salí del baño con los ojos hinchados y me encontré a Carmen preparando la cena como si nada hubiera pasado. El olor a tortilla de patatas me revolvió el estómago.
—¿De verdad piensas quedarte aquí para siempre? —le pregunté, casi suplicando.
Ella ni siquiera me miró. —No sé por qué te pones así, Silvia. Esto es lo mejor para todos.
Andrés me abrazó por detrás. —Cariño, dame unos días para hablarlo con ella…
—¡No hay nada que hablar! —le grité—. ¡Esto es una traición!
Esa noche no pude dormir. Escuchaba los pasos de Carmen por el pasillo, su tos seca, el crujido del sofá cama donde dormía desde hacía años porque ella ocupaba nuestra habitación de invitados. Pensé en todas las veces que había renunciado a mi intimidad por “el bien de la familia”. ¿Y ahora? ¿Dónde quedaba mi sacrificio?
Al día siguiente llamé a mi madre.
—Mamá, no puedo más…
Ella suspiró al otro lado del teléfono. —Hija, lo sabía desde el principio. Las promesas familiares rara vez se cumplen cuando hay intereses de por medio.
—Pero Andrés…
—Andrés tiene que elegir, Silvia. No puedes vivir así toda la vida.
Colgué y sentí una punzada de culpa. ¿Y si era yo la egoísta? ¿Y si Carmen realmente necesitaba estar con nosotros? Pero entonces recordé todas las veces que ella me había hecho sentir como una extraña en mi propia casa: sus comentarios sobre mi forma de cocinar, sus críticas veladas sobre cómo criábamos a nuestra hija Lucía…
Esa tarde decidí hablar con Lucía. Tenía ocho años y era más madura de lo que yo hubiera querido.
—Cariño, ¿te gustaría tener tu propia habitación?
Me miró con esos ojos grandes y serios. —¿La abuela se va a ir?
No supe qué decirle.
Los días siguientes fueron un infierno. Andrés evitaba el tema y Carmen actuaba como si nada hubiera cambiado. Yo sentía que me ahogaba en mi propia casa.
Una noche, después de cenar, exploté:
—¡Esto no puede seguir así! ¡O ella o yo!
Andrés me miró como si le hubiera dado una bofetada.
—Silvia…
—No puedo más —dije llorando—. Me has prometido durante años que esto acabaría y ahora… ¿qué? ¿Tengo que resignarme a vivir así para siempre?
Carmen se levantó de la mesa con dignidad herida.
—No quiero ser una carga para nadie —dijo—. Pero tampoco quiero estar sola.
Andrés intentó abrazarla pero ella se apartó.
Esa noche dormí en el sofá. Al amanecer, escuché a Carmen hablando por teléfono en voz baja:
—No sé qué hacer, Pilar… Me siento sola pero aquí ya no me quieren…
Sentí lástima por ella pero también rabia. ¿Por qué tenía que elegir entre mi felicidad y la suya?
Finalmente Andrés y yo fuimos a ver a una mediadora familiar del ayuntamiento. Nos sentamos los tres frente a aquella mujer desconocida y le contamos todo: los años de hipoteca, los sacrificios, las promesas rotas.
La mediadora fue clara:
—Aquí hay mucho dolor acumulado y poca comunicación real. Carmen, ¿por qué no quieres mudarte?
Mi suegra rompió a llorar por primera vez en años.
—Tengo miedo de estar sola…
Andrés le cogió la mano. Yo sentí un nudo en la garganta.
La mediadora nos ayudó a buscar soluciones: visitas frecuentes, ayuda para adaptar el piso pequeño a sus necesidades, incluso buscar actividades para que hiciera nuevas amistades cerca de su nuevo hogar.
No fue fácil. Hubo más lágrimas, más discusiones y silencios incómodos. Pero al cabo de dos meses Carmen se mudó finalmente al piso por el que tanto habíamos luchado.
El primer día sin ella en casa sentí un vacío extraño pero también una paz inmensa. Lucía decoró su nueva habitación con dibujos y Andrés y yo volvimos a cenar juntos en silencio, redescubriéndonos poco a poco.
A veces pienso en Carmen sola en su piso y me siento culpable… ¿Hicimos lo correcto? ¿Es posible encontrar un equilibrio entre cuidar a los nuestros y cuidar de nosotros mismos? ¿Vosotros qué haríais?