Demasiado Peso Sobre Sus Hombros: La Verdad de Mi Suegra
—¡Mamá, mamá! ¿Dónde está mi mochila? —gritó Lucía desde el pasillo, mientras yo intentaba terminar de peinar a Daniel y responder a un correo urgente del trabajo.
—Carmen, ¿puedes ayudarme con los desayunos?—le pedí a mi suegra, que ya estaba en la cocina removiendo el café con una mano y preparando las tostadas con la otra.
Carmen siempre estaba ahí. Desde que nació Lucía, hace ya ocho años, y luego Daniel, tres años después, ella fue la columna vertebral de nuestra rutina. Mi marido, Álvaro, trabajaba muchas horas en la gestoría familiar y yo, tras reincorporarme a mi puesto en la oficina de arquitectura, dependía de Carmen para sobrevivir al caos diario.
Nunca me cuestioné si era demasiado pedirle. En mi cabeza, ella era feliz ayudando. Siempre tenía una sonrisa, un comentario cariñoso, y hasta se ofrecía a recoger a los niños del colegio o llevarlos al parque. Yo le agradecía mil veces, pero nunca pensé en preguntarle si realmente quería hacerlo o si simplemente sentía que no tenía opción.
Una tarde de otoño, mientras llovía a cántaros y yo llegaba tarde del trabajo, encontré a Carmen sentada en el sofá, con la mirada perdida y las manos temblorosas. Los niños jugaban en silencio, como si intuyeran que algo no iba bien. Me acerqué y le pregunté:
—¿Te encuentras bien? ¿Quieres que te prepare una tila?
Ella me miró con los ojos llenos de lágrimas contenidas y negó con la cabeza.
—No es nada, hija. Solo estoy un poco cansada.
Pero esa noche no pude dormir. Algo en su voz me hizo sentir una punzada de culpa. Al día siguiente, decidí salir antes del trabajo para sorprenderla y llevarle unas flores. Al llegar a casa, escuché voces en la cocina. Era Carmen hablando por teléfono con su hermana Pilar.
—No puedo más, Pili. Siento que me ahogo. Los niños son un amor, pero estoy agotada. No quiero preocupar a Laura ni a Álvaro… pero esto me supera.
Me quedé paralizada tras la puerta. Sentí cómo se me encogía el estómago. ¿Cómo no lo había visto antes? ¿Cómo pude ser tan ciega?
Esa noche, después de acostar a los niños, me senté con Carmen en el salón.
—He escuchado tu conversación con Pilar —le confesé, avergonzada—. No sabía que te sentías así. Lo siento mucho.
Ella bajó la mirada y suspiró.
—No tienes que disculparte, Laura. Yo quiero ayudaros… pero a veces siento que no puedo más. Me duele la espalda, me canso enseguida… Y no quiero ser una carga ni para ti ni para Álvaro.
Me sentí la peor nuera del mundo. Habíamos dado por hecho que Carmen podía con todo solo porque nunca se quejaba. Pero detrás de su fortaleza había una mujer mayor, cansada y necesitada de su propio espacio.
Esa noche hablé con Álvaro.
—No podemos seguir así —le dije—. Mamá necesita descansar. Tenemos que buscar una solución.
Él se mostró reacio al principio.
—Pero si a ella le gusta estar con los niños…
—No es cuestión de gusto —le corté—. Es cuestión de salud y de respeto.
Tras muchas discusiones y alguna lágrima por parte de todos, decidimos buscar una cuidadora unas horas al día y reducir las tareas de Carmen a lo que realmente quisiera hacer. Al principio se sintió desplazada, incluso dolida; temía perder su lugar en la familia. Pero poco a poco fue recuperando la sonrisa y empezó a salir más con sus amigas del centro de mayores, a ir al cine y hasta se apuntó a clases de pintura.
Un domingo por la tarde, mientras pintaba un bodegón en el balcón, Carmen me miró y dijo:
—Gracias por entenderlo, Laura. No quería decepcionaros…
La abracé fuerte.
—No tienes que demostrar nada. Eres parte de esta familia porque te queremos, no por lo que haces por nosotros.
Ahora veo todo con otros ojos. En España es tan común depender de los abuelos para criar a los hijos… ¿Pero nos paramos alguna vez a preguntarles cómo se sienten? ¿Cuántas veces confundimos amor con obligación?
A veces me pregunto: ¿cuántas Carmenes habrá en nuestro país cargando con más peso del que pueden soportar? ¿Y cuántos hijos y nueras como yo necesitan abrir los ojos antes de que sea demasiado tarde?