Raíces en la tierra: el jardín que me devolvió a mi hija
—¿Por qué insistes tanto en esas flores, mamá? —La voz de Lucía, cortante como el viento de marzo, me sorprendió mientras enterraba las manos en la tierra húmeda. No la esperaba tan temprano aquel sábado. Había pasado casi dos años desde la última vez que cruzó el umbral de mi casa, y aún así, su tono seguía siendo el mismo: distante, casi hostil.
Me giré despacio, con las rodillas manchadas de barro y el corazón latiendo a un ritmo desbocado. —Porque aquí encuentro paz —le respondí, evitando mirarla directamente a los ojos. Sabía que si lo hacía, vería en ellos el mismo reproche de siempre.
Lucía suspiró y se quedó de pie junto al seto de lavanda, con los brazos cruzados. Llevaba el pelo recogido en una coleta alta y una chaqueta vaquera que le quedaba grande. Parecía tan mayor y tan niña a la vez. —No entiendo cómo puedes pasar horas aquí sola —murmuró.
No supe qué contestar. ¿Cómo explicarle que después de tantos años viviendo en un piso gris de Carabanchel, mirando desde el balcón las mismas paredes desconchadas y el mismo aparcamiento lleno de coches viejos, este trozo de tierra era mi salvación? Que cada vez que plantaba una semilla, sentía que también plantaba una esperanza nueva.
El jardín no era grande, pero para mí era un mundo entero. Había rosales trepadores que yo misma había podado con manos temblorosas, un pequeño huerto de tomates y pimientos que apenas sobrevivían al sol de junio, y una higuera joven que me recordaba a mi infancia en el pueblo de mis abuelos en Ávila.
Lucía se agachó junto a mí, sin decir nada más. Noté cómo sus dedos rozaban la tierra, torpes pero curiosos. Quise abrazarla, pero me contuve. Entre nosotras había demasiados silencios acumulados.
—¿Te acuerdas cuando plantábamos girasoles en la terraza? —pregunté al fin, con voz queda.
Ella asintió sin mirarme. —Eras más feliz entonces —susurró.
Me dolió más de lo que esperaba. ¿Era cierto? ¿Había dejado de ser feliz cuando su padre se marchó? ¿O fue cuando ella empezó a crecer y a alejarse de mí, como si yo fuera culpable de todas sus tristezas?
El sol comenzó a caer y la luz dorada bañó el jardín. Lucía se levantó y sacudió las manos. —Voy dentro a por agua —dijo. La seguí con la mirada mientras entraba en la casa. Me quedé sola entre los geranios y las margaritas, sintiendo el peso de los años sobre los hombros.
Recordé entonces todas las primaveras en las que compraba una caja de pensamientos en el supermercado y los plantaba en el balcón del piso. Era mi pequeño ritual contra la tristeza. Regaba las flores cada tarde y soñaba con tener algún día un jardín de verdad, donde pudiera perderme entre los colores y los olores de la naturaleza.
Cuando por fin conseguí ahorrar lo suficiente para comprar esta casita en las afueras de Alcalá de Henares, creí que todo cambiaría. Pero Lucía ya no era una niña. Se había ido a estudiar a Salamanca y apenas llamaba. Cuando lo hacía, era para reprocharme decisiones pasadas: que si nunca supe escucharla, que si siempre estaba cansada o preocupada por el dinero, que si no supe protegerla del dolor cuando su padre nos dejó.
Una tarde de otoño, hace tres años, discutimos tan fuerte por teléfono que colgó llorando. Desde entonces, solo mensajes esporádicos y silencios interminables.
Hasta hoy.
La puerta se abrió y Lucía volvió con dos vasos de agua. Me tendió uno sin decir palabra y se sentó en el banco bajo la higuera. Bebimos despacio, escuchando el canto lejano de un mirlo.
—He roto con Pablo —dijo de repente.
Me quedé helada. Pablo era su novio desde hacía cinco años. Siempre pensé que acabarían casándose.
—¿Estás bien? —pregunté con cautela.
Lucía se encogió de hombros. —No lo sé. Me siento perdida. Por eso he venido… No quería estar sola en Madrid.
Sentí un nudo en la garganta. Quise decirle tantas cosas: que yo también me sentí perdida cuando su padre se fue; que hubo noches en las que solo las plantas me mantenían cuerda; que nunca dejé de quererla aunque ella me odiara por momentos.
Pero solo atiné a ponerle una mano sobre la rodilla.
—Este jardín está aquí para ti también —le dije—. Si quieres plantar algo… o simplemente sentarte a mirar cómo crecen las cosas…
Lucía sonrió por primera vez en mucho tiempo. Una sonrisa pequeña, frágil como un brote nuevo.
—¿Me enseñas a podar los rosales? —preguntó.
Asentí y juntas nos pusimos manos a la obra. Mientras le explicaba cómo cortar las ramas secas para dejar espacio a las nuevas flores, sentí que algo dentro de mí también se estaba podando: el rencor, la culpa, el miedo a no ser suficiente como madre.
Pasaron las semanas y Lucía empezó a venir cada sábado. A veces traía semillas nuevas; otras veces solo se sentaba conmigo a tomar café bajo la higuera. Hablábamos poco al principio, pero poco a poco los silencios se llenaron de confidencias: sus dudas sobre el futuro, mis miedos sobre la soledad, nuestras heridas compartidas.
Un día trajo una maceta con pensamientos morados y amarillos. —Para ti —me dijo—. Como los del balcón cuando era pequeña.
Lloré sin poder evitarlo. Ella me abrazó fuerte y sentí que por fin estábamos encontrando un lenguaje nuevo para querernos: hecho de tierra, flores y tiempo compartido.
Ahora miro mi jardín desde la ventana cada mañana y todavía me cuesta creer que sea real. Que después de tantos años de soledad y desencuentros, haya encontrado aquí no solo mi lugar en el mundo sino también el camino de regreso hacia mi hija.
A veces me pregunto: ¿cuántas madres y cuántas hijas viven separadas por palabras no dichas? ¿Cuántos jardines hacen falta para volver a encontrarse?