La vecina del tercero: un diciembre que lo cambió todo
—¿Por qué no vienes a cenar conmigo esta noche, Carmen? —mi voz tembló apenas, intentando sonar casual, mientras sostenía la puerta del ascensor abierta.
Carmen levantó la mirada, sorprendida. Llevaba el abrigo gris abrochado hasta el cuello y una bolsa de tela con el pan del día. Siempre tan discreta, tan silenciosa. Vivía sola desde que su marido falleció hace años; apenas cruzábamos más que un “buenos días” en el portal. Pero aquella Nochebuena, con la nieve cubriendo las aceras de Madrid y el eco de los villancicos colándose por las ventanas, no soportaba la idea de otra cena frente a un plato vacío.
—No quiero molestar, Lucía… —susurró ella, bajando la vista.
—No molestas. De verdad. Me harías compañía —insistí, sintiendo cómo la soledad me apretaba el pecho.
Cerré la puerta tras nosotras y subimos juntas. El silencio era denso, casi incómodo. En casa, el olor a canela y naranja llenaba el aire. Había preparado todo como siempre: mantel bordado, velas encendidas, copas relucientes. Pero faltaba algo. O alguien. Mis hijos estaban en Alemania y en Inglaterra; mi exmarido, con su nueva pareja en Valencia. Yo me había quedado con los recuerdos y una tristeza que se hacía más pesada cada diciembre.
Carmen se sentó despacio, mirando a su alrededor como si estuviera en un museo. Le serví un poco de caldo caliente y rompí el hielo:
—¿Hace mucho que no celebras la Nochebuena con alguien?
Ella sonrió con melancolía.
—Desde que murió Antonio… No me acostumbro a estas fechas. Pero gracias por invitarme, Lucía. De verdad.
Brindamos por los ausentes y por los presentes. Al principio hablamos poco: del frío, del precio de la luz, de los nietos que no venían tanto como quisiéramos. Pero después, entre sorbos de vino y cucharadas de sopa, Carmen empezó a contarme cosas que nunca imaginé.
—Antonio y yo nunca pudimos tener hijos —dijo de repente—. Y ahora… hay días en los que no pronuncio ni una palabra en toda la jornada.
Sentí un nudo en la garganta. Yo tenía hijos, sí, pero estaban lejos; las videollamadas no llenaban el vacío de sus risas en el pasillo ni el olor a colonia adolescente después de ducharse. Carmen y yo éramos dos mujeres distintas, pero igual de solas.
La noche avanzó entre confidencias. Me habló de su infancia en Toledo, de cómo conoció a Antonio en una verbena del pueblo, de las cartas que se escribían cuando él hacía la mili en Melilla. Yo le conté cómo fue criar a dos hijos casi sola mientras mi marido viajaba por trabajo; cómo me sentí invisible cuando él se enamoró de otra mujer más joven.
—¿Sabes lo peor? —le confesé—. Que me siento culpable por no ser suficiente para retenerlos aquí… ni a él ni a mis hijos.
Carmen me miró con una ternura inesperada.
—No es culpa tuya, Lucía. La vida cambia y nos arrastra… Pero aún podemos elegir con quién compartir lo que nos queda.
Esa frase me acompañó durante toda la noche y mucho después. Cuando Carmen se fue, me abrazó con fuerza. Sentí que algo se había roto —o quizá se había reparado— dentro de mí.
A partir de esa noche, Carmen empezó a venir cada jueves a tomar café. A veces cocinábamos juntas; otras veíamos películas antiguas o paseábamos por el Retiro envueltas en bufandas y risas. Descubrí que le encantaban los boleros y que tenía una colección secreta de cartas de amor guardadas en una caja de galletas.
Mi hija Clara vino a visitarme en primavera y se sorprendió al vernos juntas:
—Mamá, nunca te había visto tan animada… ¿Quién es Carmen?
—Una amiga —respondí—. O quizá algo más: familia elegida.
No todo fue fácil. Hubo días en los que Carmen se encerraba en su tristeza y yo no sabía cómo ayudarla. Otras veces discutíamos por tonterías: si la tortilla debía llevar cebolla o no; si era mejor ir al mercado o al supermercado; si debíamos ver una comedia o un drama en la tele.
Pero aprendimos a pedir perdón y a reírnos de nosotras mismas. Empezamos a celebrar juntas los cumpleaños, los santos y hasta los lunes lluviosos. Nos convertimos en cómplices contra la rutina y el olvido.
Un verano, Carmen enfermó gravemente. Pasé noches enteras en el hospital, sujetándole la mano mientras dormía. Recordé entonces lo mucho que temía volver a quedarme sola… Pero también entendí que lo importante no era cuánto tiempo teníamos juntas, sino cómo lo vivíamos.
Carmen salió adelante, aunque más frágil. Yo aprendí a valorar cada día: las pequeñas conversaciones al sol, el café compartido sin prisas, las cartas que escribíamos para contarnos secretos aunque viviéramos puerta con puerta.
Ahora es diciembre otra vez. La nieve cubre Madrid y las luces titilan en las ventanas del edificio. Esta noche volveremos a cenar juntas; ya no hay platos vacíos ni silencios incómodos. Hay risas, recuerdos y una complicidad que nunca imaginé encontrar a mi edad.
A veces me pregunto: ¿cuántas veces dejamos pasar la oportunidad de abrirle la puerta a alguien por miedo o costumbre? ¿Y si la familia que necesitamos está más cerca de lo que creemos? ¿Vosotros también habéis encontrado amistad donde menos lo esperabais?