La alegría perdida: Historia de una madre en lucha
—Mamá, ¿me vas a comprar las zapatillas para el torneo? —La voz de Tomás, mi hijo de once años, me sacudió como un trueno en la madrugada. Yo estaba parada frente a la ventana de la cocina, viendo cómo la lluvia caía sobre los techos de chapa del barrio de Flores. Sentí que el corazón se me apretaba, como si alguien lo estuviera exprimiendo con rabia.
No podía mentirle. Miré mi cartera: dos billetes de 500 pesos, nada más. Faltaban siete días para cobrar y ya debía la luz y el gas. Cerré los ojos y respiré hondo. ¿Cómo le explico a mi hijo que otra vez no puedo darle lo que necesita?
—Tomy, vamos a ver si este fin de semana puedo —le dije, forzando una sonrisa que no convencía ni al espejo.
Él bajó la cabeza y se fue al cuarto. Escuché cómo cerraba la puerta con un golpe sordo. Sentí una punzada en el pecho. No era sólo por las zapatillas. Era por todo: por las veces que le dije «no puedo», por las noches que cenamos mate cocido con pan duro, por las miradas de los otros padres en la escuela cuando Tomás llegaba con el uniforme gastado.
Me apoyé en la mesada y dejé que las lágrimas corrieran en silencio. No quería que Tomás me viera así. Desde que su papá, Julián, nos dejó hace tres años, todo fue cuesta arriba. Él se fue con otra mujer a Córdoba y nunca más mandó un peso. Mi mamá dice que tengo que demandarlo, pero yo ya no tengo fuerzas para pelear con abogados ni para escuchar sus excusas.
Esa noche, mientras preparaba arroz con huevo —otra vez—, Tomás salió del cuarto y se sentó a la mesa sin decir palabra. El silencio era tan denso que podía cortarse con cuchillo.
—¿Por qué no le pedís plata a la abuela? —me preguntó de repente, sin mirarme.
Sentí vergüenza. Mi mamá ya me ayuda demasiado: me cuida a Tomás cuando trabajo doble turno en el supermercado, me trae verduras del mercado, hasta paga el internet para que Tomás pueda hacer las tareas.
—La abuela también está justa, hijo —le respondí bajito.
Él asintió y empezó a comer despacio. Yo lo miraba y pensaba en cómo la pobreza te va robando pedacitos del alma: primero te quita los gustos, después los sueños y al final hasta las ganas de pelearla.
Esa noche no dormí. Me quedé mirando el techo, pensando en cómo salir adelante. Recordé cuando era chica y mi papá perdió el trabajo en la fábrica. Mi mamá lloraba en silencio mientras nos preparaba polenta con salsa. Yo juré que nunca iba a dejar que mi hijo pasara por lo mismo… pero acá estaba, repitiendo la historia.
Al día siguiente, en el trabajo, mi compañera Lucía me vio distraída.
—¿Qué te pasa, Mari? Tenés una cara…
Le conté lo de las zapatillas y ella me abrazó fuerte.
—No te preocupes, yo tengo unas casi nuevas de mi nene. Te las traigo mañana —me dijo.
Sentí alivio y vergüenza al mismo tiempo. ¿Por qué aceptar ayuda me hacía sentir tan poca cosa? Pero no tenía opción.
Esa tarde, cuando Tomás volvió del colegio, le conté lo de las zapatillas usadas. Pensé que se iba a enojar o a poner triste, pero sólo asintió y se fue a hacer la tarea. Me dolió verlo tan resignado, tan grande para su edad.
Esa noche discutí con mi mamá por teléfono.
—Tenés que dejar de sentirte menos por pedir ayuda —me dijo ella—. Todos necesitamos una mano alguna vez.
—Pero yo quiero darle lo mejor a Tomás…
—Lo mejor no siempre es lo más caro, Mariana. Lo mejor es tu amor, tu esfuerzo. Eso él lo va a recordar siempre.
Colgué llorando otra vez. ¿Y si mi esfuerzo no alcanzaba? ¿Y si Tomás crecía sintiendo vergüenza de mí?
El sábado llegó Lucía con las zapatillas. Eran lindas, casi nuevas. Tomás se las probó y le quedaron perfectas. Vi un brillo en sus ojos que hacía tiempo no veía.
—Gracias, mamá —me dijo bajito esa noche antes de dormir—. Sé que hacés todo lo posible.
Me abrazó fuerte y sentí que algo dentro mío se acomodaba un poco. Pero la tranquilidad duró poco.
El lunes siguiente fui citada por la directora del colegio. Me temblaban las manos mientras esperaba en su oficina.
—Mariana, notamos que Tomás está distraído en clase y a veces llega sin desayunar —me dijo con voz suave pero firme—. ¿Hay algo que podamos hacer para ayudar?
Sentí cómo se me caía el mundo encima. ¿Tan mal lo estaba haciendo como madre? Le expliqué mi situación y ella me ofreció una beca para el comedor escolar.
Salí del colegio sintiéndome derrotada pero también agradecida. A veces el orgullo es un lujo que no podemos darnos.
Esa tarde hablé con Tomás mientras merendábamos pan con dulce casero que nos había traído mi mamá.
—¿Te gustaría almorzar en el comedor del cole? —le pregunté tratando de sonar casual.
Él dudó un momento y después asintió.
—Si vos decís que está bien…
Lo abracé fuerte y le prometí que íbamos a salir adelante juntos.
Los días pasaron entre rutinas apretadas: trabajo, tareas, cuentas por pagar y sueños postergados. Pero algo cambió entre nosotros: empezamos a hablar más, a reírnos aunque fuera de cosas pequeñas. Aprendí a aceptar ayuda sin sentirme menos madre por eso.
Un día Tomás llegó corriendo del colegio con una sonrisa enorme.
—¡Mamá! ¡Salimos segundos en el torneo! Y las zapatillas me dieron suerte —me dijo mostrando orgulloso sus pies.
Lo abracé llorando de alegría. En ese momento entendí que la felicidad no está en lo material sino en los momentos compartidos, en el amor incondicional.
Hoy sigo luchando cada día para darle lo mejor a mi hijo. A veces siento que no alcanzo, pero aprendí que pedir ayuda no es rendirse sino ser valiente.
¿Quién decide qué es ser una buena madre? ¿Cuántas veces nos juzgamos sin saber todo lo que hay detrás? Los leo…