Entre el deber y el abuso: la historia de un regalo imposible

—¿Entonces qué, Marta? ¿Vas a hacerlo o no?—La voz de mi madre retumbó en el salón, tan fría como el mármol de la mesa donde apoyaba sus manos.

Me quedé mirando el suelo, incapaz de sostenerle la mirada. El aire olía a café recién hecho y a reproche. Mi hermana pequeña, Ana, fingía leer el móvil, pero no podía ocultar su incomodidad. Mi padre, como siempre, se refugiaba en el periódico. Y Lucía, mi cuñada, sonreía con esa seguridad que sólo tienen quienes nunca han tenido que luchar por nada.

Todo empezó hace dos semanas, cuando Lucía apareció en casa con una caja de bombones y una noticia: “¡Estoy embarazada!” La familia entera saltó de alegría. Yo también me alegré, claro. Pero entonces, en medio de la celebración, soltó la bomba: “Ahora que vamos a ser padres, necesitamos un sitio propio. Marta, tú tienes ese piso vacío en Lavapiés… ¿Por qué no nos lo regalas?”

El silencio fue absoluto. Mi madre fue la primera en reaccionar: “¡Claro! Es lo más lógico. Tú no lo usas y ellos lo necesitan.”

No supe qué decir. Ese piso era mi único patrimonio, el fruto de años de trabajo en la gestoría, de noches sin dormir revisando balances y soportando a clientes insoportables. No era sólo un piso; era mi independencia, mi futuro.

Durante días intenté evitar el tema. Pero mi madre insistía cada vez que podía: “Marta, la familia es lo primero. No seas egoísta.” Ana me apoyaba en silencio, pero nunca se atrevía a contradecir a mamá. Mi padre seguía escondido tras su periódico.

Una noche, mientras cenábamos tortilla y ensalada, Lucía volvió a la carga:

—Marta, ¿has pensado ya lo del piso? Es que estamos mirando cunas y…

—Lucía —interrumpí—, ese piso es importante para mí. No puedo regalarlo así como así.

Ella puso cara de mártir y se giró hacia mi hermano, Sergio:

—¿Ves? Te dije que tu hermana no iba a ayudarnos.

Sergio me miró con decepción:

—Marta, siempre has sido la lista de la familia. ¿De verdad te cuesta tanto ayudar a tu propio hermano?

Sentí una punzada en el pecho. ¿Era yo la mala? ¿La egoísta?

Esa noche no dormí. Recordé todas las veces que había cedido para mantener la paz familiar: cuando dejé mi carrera de música porque «no tenía futuro», cuando cuidé de Ana mientras mis padres trabajaban, cuando presté dinero a Sergio para su negocio fallido. Siempre era yo la que cedía.

Al día siguiente, Ana me encontró llorando en la cocina.

—No tienes que hacerlo si no quieres —me susurró—. Mamá siempre presiona, pero esta vez es demasiado.

—¿Y si tienen razón? —le pregunté—. ¿Y si soy una mala persona por no ayudar?

Ana negó con la cabeza:

—No eres mala. Sólo estás cansada de darlo todo.

Pero la presión aumentaba. Mi madre dejó de hablarme durante días. Lucía organizó una comida familiar e invitó a todos menos a mí. Sergio me mandó un mensaje: “No esperaba esto de ti.”

En el trabajo tampoco encontraba consuelo. Mi jefe me pidió horas extra y los clientes parecían más exigentes que nunca. Sentía que me ahogaba.

Una tarde, decidí visitar el piso en Lavapiés. Subí las escaleras despacio, acariciando las paredes desconchadas. Recordé cuando lo compré: tenía 29 años y sentí que por fin podía respirar lejos del control familiar. Me senté en el suelo del salón vacío y lloré como una niña.

De repente sonó el móvil: era mamá.

—Marta —dijo sin preámbulos—, Lucía está muy mal por tu culpa. ¿De verdad vas a negarle un techo a tu sobrino?

Me temblaban las manos.

—Mamá —respondí—, ese piso es mío. Lo necesito para sentirme segura.

—¡Egoísta! —gritó antes de colgar.

Pasaron los días y la tensión creció tanto que empecé a evitar ir a casa de mis padres. Ana me escribía mensajes de ánimo: “Resiste.” Pero yo me sentía sola y culpable.

Un domingo por la tarde, Sergio vino a buscarme al trabajo.

—¿Podemos hablar? —preguntó serio.

Fuimos a una cafetería cerca del Retiro. Él pidió café solo; yo ni siquiera tenía hambre.

—Marta —empezó—, sé que mamá te está presionando mucho. Pero Lucía y yo estamos desesperados.

Lo miré fijamente:

—¿Y yo? ¿Alguien ha pensado en cómo me siento yo?

Sergio bajó la mirada.

—Siempre has sido la fuerte —susurró—. Pensé que podrías con esto también.

Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo.

—No soy una máquina de dar —le dije—. También tengo límites.

Nos quedamos en silencio largo rato. Al final se levantó y se fue sin decir adiós.

Esa noche Ana vino a verme con una botella de vino barato y dos vasos de plástico.

—¿Sabes qué? —me dijo—. Estoy orgullosa de ti por primera vez en mucho tiempo.

Brindamos por los límites y por las mujeres que aprenden a decir no.

Hoy sigo sin hablarme con mi madre ni con Sergio. Lucía me ha bloqueado en WhatsApp y en Instagram publica indirectas sobre “familiares tóxicos”. Pero yo duermo mejor que nunca.

A veces me pregunto: ¿cuántas veces nos sacrificamos por miedo al qué dirán? ¿Hasta dónde llega el deber familiar antes de convertirse en abuso? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?