El eco de mi propia voz: una historia de soledad y renacimiento
—¿Otra vez sola, Carmen? —La voz de mi vecina, Rosario, me sorprendió mientras cerraba la puerta del piso. Su tono era mezcla de lástima y curiosidad, como si mi soledad fuera un espectáculo de barrio.
Sonreí con esa sonrisa automática que se aprende después de años de fingir que todo está bien. —Sí, Rosario, otra vez sola. Pero no pasa nada, ¿eh? Me gusta la tranquilidad.
Mentira. Mentira piadosa. Porque la verdad era que la soledad me pesaba como una losa desde hacía años. Desde que Juan se fue con esa mujer más joven —la del supermercado, sí, esa— y mis hijos, Lucía y Álvaro, se marcharon a Madrid y Barcelona para buscarse la vida. El piso se me quedó grande y frío. Las paredes devolvían el eco de mi propia voz cuando hablaba con las plantas o con la radio encendida solo para no escuchar el silencio.
Recuerdo una noche especialmente dura. Era diciembre, hacía un frío que calaba los huesos y yo cenaba sola, mirando la foto familiar en la estantería. Me pregunté si alguna vez volvería a sentirme acompañada de verdad. Si alguna vez alguien volvería a mirarme como lo hizo Juan en los primeros años, antes de que todo se rompiera.
Pasaron tres años así. Tres años de rutinas solitarias: café para uno, paseos por el Retiro sola, libros leídos en silencio y llamadas breves con los hijos que siempre tenían prisa. Hasta que una tarde de primavera, en la cola de la panadería, conocí a Tomás.
—¿Te importa si me cuelo? Es que llevo prisa y solo quiero una barra —dijo él, con una sonrisa descarada y unos ojos verdes que parecían reírse del mundo.
Me reí. Hacía mucho que no me reía así. —Ni hablar. Aquí todos esperamos nuestro turno.
Él insistió en invitarme a un café para compensar su atrevimiento. Y yo acepté. No sé si por aburrimiento o porque necesitaba sentirme vista otra vez.
Tomás era encantador. Divorciado también, con dos hijos mayores que apenas veía. Me contaba historias divertidas de su juventud en Salamanca, me hacía reír con sus anécdotas del trabajo y parecía interesado en cada palabra que salía de mi boca. Empezamos a vernos cada semana: primero cafés, luego cenas, después paseos por el parque y alguna película en su casa o en la mía.
Mis amigas decían que se me notaba el cambio. —Tienes otra luz en la cara, Carmen —me decía Pilar—. Ya era hora de que alguien te valorara.
Y yo quería creerlo. Quería creer que por fin había encontrado a alguien con quien compartir los domingos y las noches largas. Pero poco a poco empecé a notar cosas que me incomodaban.
Tomás era atento… pero también controlador. Quería saber dónde estaba a todas horas, con quién hablaba, por qué tardaba en contestar los mensajes. Si salía con mis amigas, se molestaba; si iba a visitar a Lucía o Álvaro sin avisarle antes, me hacía sentir culpable.
—Solo me preocupo por ti —decía él—. No quiero que te pase nada.
Pero yo sentía que volvía a perderme en una relación donde mis deseos no importaban tanto como los suyos. Una noche discutimos porque quise ir sola al teatro.
—¿Para qué quieres ir sola? ¿No prefieres que vayamos juntos? —preguntó Tomás, frunciendo el ceño.
—A veces necesito mi espacio —le respondí—. No es nada personal.
Él bufó y se marchó dando un portazo. Me quedé sentada en el sofá, temblando de rabia y tristeza. ¿Otra vez iba a dejarme arrastrar por el miedo a estar sola? ¿Otra vez iba a sacrificar mi libertad por no volver al vacío?
Esa noche no dormí. Di vueltas en la cama recordando todas las veces que había renunciado a mí misma por complacer a otros: primero a Juan, luego a mis hijos, ahora a Tomás. Me di cuenta de que llevaba toda la vida esperando que alguien llenara mis huecos, cuando quizá lo único que necesitaba era aprender a convivir conmigo misma.
Al día siguiente llamé a Tomás y le dije que necesitaba tiempo para mí. Él intentó convencerme de que estaba exagerando, que solo quería lo mejor para los dos. Pero yo ya había tomado una decisión.
Las semanas siguientes fueron duras. Volvió el silencio al piso, pero esta vez era diferente. Empecé a disfrutarlo: leía sin interrupciones, cocinaba solo para mí lo que me apetecía, salía a caminar escuchando mi música favorita sin dar explicaciones a nadie. Incluso me apunté a clases de cerámica en el centro cultural del barrio y conocí a otras mujeres como yo: mujeres que habían amado mucho y se habían olvidado de sí mismas.
Un día Lucía vino a verme y me encontró modelando una figura de barro.
—Mamá, te veo feliz —me dijo—. Hacía tiempo que no te veía así.
La miré y sentí un orgullo inmenso por haber llegado hasta allí sin depender de nadie más.
Ahora sé que no necesito una pareja para sentirme completa. Que la soledad puede ser un refugio y no una condena. Que merezco elegir cómo quiero vivir mis días, aunque eso signifique cenar sola o viajar sin compañía.
A veces me pregunto si volveré a enamorarme algún día. Pero ya no tengo prisa ni miedo al vacío. Porque he aprendido a quererme con todas mis cicatrices y silencios.
¿Y vosotros? ¿Habéis sentido alguna vez ese miedo a estar solos? ¿O habéis descubierto también la libertad que hay en elegirnos primero?