Corre, antes de que sea demasiado tarde: La historia de Mariana

—¡Mariana, no te atrevas a salir por esa puerta!— rugió Julián, su voz retumbando en las paredes de la pequeña sala de nuestro departamento en el centro de Puebla. Sentí el frío del picaporte en mi mano sudorosa y el temblor en mis piernas. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales como si también quisiera entrar y ser testigo de mi miedo.

Siempre soñé con un amor de novela, de esos que te hacen suspirar y te prometen finales felices. Mi mamá, doña Teresa, me decía desde niña: “Mija, busca un hombre que te respete, no solo que te quiera”. Pero yo, terca como buena mexicana, me enamoré de Julián, el muchacho guapo del barrio que todos admiraban. Tenía esa sonrisa pícara y un aire de misterio que me hacía sentir especial. Cuando me pidió matrimonio en la plaza principal, frente a todos, con mariachis y fuegos artificiales, sentí que mi vida era una película.

La boda fue un sueño. Mi vestido blanco flotaba entre las flores de bugambilia y mis amigas lloraban de emoción. Julián me juró amor eterno ante Dios y nuestras familias. Nadie vio la sombra en sus ojos cuando apretó mi mano demasiado fuerte durante el vals.

Al principio todo era perfecto. Me despertaba con mensajes dulces y desayunos improvisados. Pero poco a poco, las palabras bonitas se volvieron exigencias: “¿Por qué te maquillas tanto?”, “No me gusta que hables con ese compañero del trabajo”, “¿Vas a salir así vestida?”. Yo justificaba sus celos pensando que era amor.

Una noche, después de una discusión absurda por una llamada de mi prima Lucía, Julián perdió el control. Me gritó tan cerca que sentí su aliento caliente en mi cara. No me pegó esa vez, pero algo dentro de mí se rompió. Lloré en silencio mientras él dormía a mi lado, como si nada hubiera pasado.

Los días se volvieron grises. Dejé de ver a mis amigas porque a Julián no le gustaban. Dejé de ir a las reuniones familiares porque siempre terminábamos peleando al regresar. Mi mamá notó mi tristeza y un día me preguntó:

—¿Estás bien, hija? Te veo apagada.

—Sí, mamá, solo estoy cansada del trabajo— mentí, bajando la mirada para que no viera mis ojos hinchados.

Pero las cosas empeoraron. Julián empezó a revisar mi celular, a controlar mis horarios y a llamarme cada hora para saber dónde estaba. Una tarde llegó borracho y me empujó contra la pared. Sentí el golpe en la espalda y el miedo se instaló en mi pecho como una piedra fría.

Quise hablar con alguien, pero me daba vergüenza. ¿Cómo iba a admitir que el hombre perfecto era un monstruo en casa? En México, muchas mujeres callan por miedo o por vergüenza. Yo era una más.

Un día, mientras lavaba los platos, escuché a Julián hablando por teléfono en voz baja. Decía cosas horribles sobre mí, que yo era una inútil y una carga. Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. Esa noche dormí abrazada a una almohada, deseando desaparecer.

La gota que derramó el vaso fue cuando Julián me abofeteó frente a mi sobrina Camila. Vi el terror en los ojos de la niña y supe que no podía seguir así. Esa noche llamé a Lucía llorando:

—Prima, ayúdame… No sé qué hacer.

Lucía llegó al día siguiente con mi tío Ernesto. Me ayudaron a empacar una maleta mientras Julián estaba en el trabajo. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que iba a desmayarme.

Cuando Julián llegó y vio la casa vacía, gritó mi nombre como un animal herido. Yo ya estaba lejos, refugiada en casa de mi mamá. Lloré durante días enteros, sintiéndome culpable por haberlo dejado, por haber fallado en mi matrimonio.

Pero poco a poco fui recuperando la fuerza. Mi familia me abrazó y me recordó quién era yo antes de Julián: una mujer alegre, soñadora y valiente. Empecé terapia en un centro para mujeres víctimas de violencia. Ahí conocí historias peores que la mía y entendí que no estaba sola.

Un día recibí un mensaje de Julián: “Sin ti no soy nada. Vuelve o te vas a arrepentir”. Sentí miedo pero también rabia. Por primera vez le respondí:

—No vuelvas a buscarme nunca más.

Hoy trabajo ayudando a otras mujeres a salir del círculo de violencia. No ha sido fácil reconstruir mi vida ni confiar otra vez en alguien. Pero cada vez que veo a una mujer dudar frente a una puerta cerrada, le digo: “Corre antes de que sea demasiado tarde”.

A veces me pregunto: ¿Por qué nos enseñan a aguantar por amor? ¿Cuántas Marianas más tienen miedo de abrir la puerta? ¿Tú qué harías si estuvieras en mis zapatos?