El peso de la mesa: una madre, una hija y el pan de cada día

—¿Otra vez arroz, Arianna? ¿No ves que los niños necesitan algo más?— La voz de mi madre retumba en la cocina, mezclándose con el vapor de la olla y el llanto de Lucía, la pequeña. Me giro, cuchara en mano, y la miro con cansancio.

—Mamá, es lo que hay. El pollo está caro y la fruta ni te cuento. Si quieres, mañana te vienes al súper conmigo y lo ves tú misma.

Victoria resopla y se sienta en la mesa, cruzando los brazos. Sus ojos, tan parecidos a los míos, me miran con una mezcla de reproche y ternura. Sé que se preocupa, pero sus palabras me duelen más que el hambre.

Desde que me separé de Sergio hace dos años, todo ha sido cuesta arriba. Él se fue a vivir a Alcorcón con su nueva pareja y apenas pasa la pensión. Yo trabajo limpiando casas por horas y los fines de semana ayudo en el bar de mi primo Rafa. Pero el dinero nunca alcanza. Cada vez que abro la nevera siento un nudo en el estómago: yogures caducados, un par de tomates arrugados y ese arroz que parece multiplicarse como los panes y los peces, pero sin milagro alguno.

—No quiero que los niños pasen lo que tú pasaste—dice mi madre en voz baja.

Me acuerdo de mi infancia: los inviernos sin calefacción, los bocadillos de pan con chocolate cuando había suerte. Pero también recuerdo las risas en la mesa, las historias que contaba mi abuelo y cómo mi madre hacía magia con cuatro ingredientes. ¿Por qué ahora todo parece más difícil?

—Mamá, no es lo mismo. Ahora hay ayudas, el comedor del cole…

—¿Y si te pasa algo? ¿Y si te quedas sin trabajo?—insiste ella.

La rabia me sube por dentro. ¿Por qué no puede confiar en mí? ¿Por qué siempre tiene que recordarme lo precario que es todo?

Esa noche no ceno. Me quedo sentada en el sofá mientras los niños duermen y mi madre recoge la cocina. Escucho el runrún de la tele encendida en el piso de al lado y pienso en lo injusto que es todo. Trabajo como una burra y aún así siento que fallo a mis hijos. ¿Qué más puedo hacer?

Al día siguiente, mientras llevo a los niños al colegio, veo a Marta en la puerta. Ella siempre va impecable: pelo planchado, ropa nueva para sus mellizos. Me saluda con una sonrisa y me pregunta si quiero quedar para tomar un café después de dejar a los críos.

—No puedo, tengo que ir a limpiar a casa de los Ortega—le digo.

—Bueno, otro día entonces. Oye, ¿has visto lo del banco de alimentos? Dicen que van a dar lotes esta semana.

Me muerdo el labio. No quiero depender de la caridad, pero tampoco quiero que mis hijos pasen hambre. Al final del día paso por la parroquia y pregunto por los lotes. La voluntaria me mira con compasión y me apunta en una lista.

Cuando llego a casa con las bolsas llenas de leche, galletas y algo de fruta, mi madre me abraza fuerte.

—Ves como pedir ayuda no es tan malo—susurra.

Pero yo siento una mezcla de alivio y vergüenza. ¿Es esto lo que quiero para mis hijos? ¿Que aprendan a sobrevivir pidiendo?

Esa noche discutimos otra vez. Victoria quiere que vuelva con Sergio «por el bien de los niños». Yo le grito que prefiero limpiar mil baños antes que volver a esa vida de gritos y silencios incómodos.

—No entiendes nada, mamá. No quiero que mis hijos crezcan viendo cómo su padre me trata como si fuera invisible.

Ella llora en silencio mientras yo recojo los platos. Lucía se despierta y viene a buscarme con su osito de peluche.

—¿Mami, mañana hay leche para desayunar?

La abrazo fuerte y le digo que sí, aunque no sé qué pasará la semana siguiente.

Los días pasan entre rutinas agotadoras: llevar a los niños al cole, limpiar casas ajenas donde todo brilla y huele a suavizante caro, volver corriendo para preparar la cena y ayudar con los deberes. A veces pienso que vivo en una rueda que no para nunca.

Un viernes por la tarde recibo una llamada del colegio: Pablo ha tenido un ataque de ansiedad porque le han hecho burla por llevar zapatillas rotas. Me siento en un banco del parque y lloro como una niña pequeña. ¿Cómo explicarle que no puedo comprarle otras?

Esa noche mi madre se sienta a mi lado en la cama.

—Arianna, sé que no quieres escucharme, pero tienes que dejarte ayudar. Yo puedo cuidar a los niños mientras tú buscas algo mejor. O podemos pedirle ayuda a tu tía Carmen…

La miro agotada.

—No quiero ser una carga para nadie.

Victoria me acaricia el pelo como cuando era pequeña.

—No eres una carga. Eres mi hija.

Por primera vez en mucho tiempo dejo que me consuele.

Al día siguiente llamo a Carmen y le pido trabajo en su tienda de ropa del barrio. No es mucho dinero, pero al menos es algo fijo. Mi madre cuida a los niños por las tardes y yo empiezo a sentir que respiro un poco mejor.

Pero la tensión sigue ahí: cada vez que llega una factura o cuando Pablo pregunta por su padre. Cada vez que Lucía se pone mala y tengo miedo de no poder pagar el pediatra privado porque en el centro de salud hay lista de espera.

A veces me pregunto si estoy haciendo lo correcto o si debería haber aceptado la vida cómoda pero vacía junto a Sergio. Pero entonces veo a mis hijos reírse juntos en el parque o abrazar a su abuela después del cole y sé que, aunque sea difícil, estamos juntos.

¿De verdad es tan malo pedir ayuda cuando ya no puedes más? ¿Cuántas mujeres como yo hay en España luchando cada día por sacar adelante a sus hijos? ¿Qué haríais vosotras en mi lugar?