Tinta en la piel, cicatrices en el alma: La historia de Lucía
—¡Mamá, ¿por qué no puedes entrar como las otras madres?—. La voz de mi hija pequeña, Irene, me atraviesa como una aguja. Estoy de pie, al otro lado de la verja del colegio público San Isidro, apretando los barrotes con las manos tatuadas. Dentro, se escucha el bullicio del festival de fin de curso. Veo a mis hijos desde lejos, sentados en la primera fila, buscándome entre la multitud. Pero yo no puedo entrar. No me dejan.
Hace dos semanas, la directora, doña Carmen, me llamó a su despacho. —Lucía, algunas madres se han quejado— me dijo, sin mirarme a los ojos—. Dicen que tus tatuajes pueden dar mala imagen al colegio. No es personal, pero preferimos que no entres más a los actos escolares—. Sentí una mezcla de rabia y vergüenza. ¿Mala imagen? ¿Por llevar en la piel los recuerdos de mi vida? ¿Por no esconderme?
No siempre fue así. Cuando era joven, los tatuajes eran mi forma de rebelarme contra una familia que nunca me entendió. Mi madre, Rosario, siempre decía: —Las chicas decentes no se pintarrajean el cuerpo—. Pero yo necesitaba gritarle al mundo que existía, que sentía, que sufría. El dragón en mi brazo derecho es por mi hermano Sergio, que murió en un accidente de moto. Las flores en mi espalda son por mis hijos: Irene, Marcos y Paula. Cada dibujo es una herida y una victoria.
Pero aquí, en este barrio de Madrid donde todos se conocen y los chismes vuelan más rápido que el AVE, mis tatuajes son motivo de sospecha. Me miran raro en la panadería, en el mercado, incluso en la consulta del pediatra. —¿No te da miedo lo que pensarán tus hijos?— me preguntó una vez una vecina, Pilar, mientras esperaba el ascensor. Yo solo sonreí y le respondí: —Me da más miedo que crezcan juzgando a los demás por su aspecto—.
El peor golpe vino cuando intenté volver a trabajar después de separarme de Alberto. Necesitaba el dinero para sacar adelante a mis hijos. Fui a decenas de entrevistas: supermercados, tiendas de ropa, cafeterías… Siempre lo mismo. Me miraban de arriba abajo y luego decían: —Ya te llamaremos—. Una vez, en una tienda de ropa del centro, la encargada, Marta, fue más directa: —Con esos tatuajes no puedes estar cara al público—. Salí llorando a la Gran Vía.
En casa intento ser fuerte para mis hijos. Pero a veces me derrumbo. Una noche, mientras preparaba la cena, Marcos me abrazó por detrás y susurró: —Mamá, a mí me gustan tus dibujos—. Lloré en silencio mientras removía el arroz.
La relación con mi madre es un campo de batalla constante. Ella viene a casa a ayudarme con los niños pero no puede evitar soltar comentarios hirientes: —Si te hubieras cuidado más… Si no fueras tan impulsiva…—. Yo intento ignorarla pero duele. Duele porque sé que en el fondo solo quiere protegerme del mundo cruel que ella misma alimenta con sus prejuicios.
Una tarde, Paula llegó llorando del colegio. Unos niños le habían dicho que su madre era una delincuente por ir tatuada como los presos de la tele. Me senté con ella en el sofá y le expliqué que los tatuajes no hacen mala a una persona; que lo importante es cómo tratamos a los demás. Pero sentí una rabia sorda contra todos los adultos que siembran odio y miedo en los corazones de los niños.
Intenté hablar con la AMPA del colegio para explicar mi situación. Solo recibí miradas frías y frases vacías: —Es por el bien común… Hay normas…—. Nadie quiso escucharme realmente.
A veces pienso en irme del barrio y empezar de cero en otro sitio donde nadie me conozca. Pero mis hijos tienen aquí su vida y sus amigos. Y yo no quiero huir toda la vida.
Hace unos días encontré trabajo limpiando oficinas por las noches. Nadie ve mis tatuajes porque trabajo sola, cuando todos duermen. No es lo que soñaba pero al menos puedo pagar el alquiler y comprarles fruta fresca a mis hijos.
Hoy vuelvo a estar fuera del colegio, viendo el festival desde la calle como si fuera una apestada. Irene me lanza un beso desde el escenario y yo sonrío con lágrimas en los ojos.
¿Hasta cuándo vamos a juzgar a las personas por su aspecto? ¿Cuántas historias nos estamos perdiendo por no mirar más allá de la piel?