Cerraduras Nuevas, Viejas Heridas: La Historia de Ariana y su Suegra
—¿Otra vez has dejado la puerta abierta, Lucía? —La voz de Ariana retumbó en el pasillo, tan fría como el mármol de la entrada. Me giré, con las llaves aún en la mano, y sentí esa punzada en el estómago que solo ella sabía provocar.
—No, Ariana, acabo de llegar. ¿Necesita algo? —intenté sonar cordial, pero mi paciencia ya estaba al límite.
Ariana me miró de arriba abajo, evaluando mi ropa sencilla, mi bolso gastado. Siempre lo hacía. Desde el primer día que conocí a la madre de Sergio, supe que no era suficiente para ella. No era rica, no era hija de empresarios ni tenía apellidos compuestos. Era solo Lucía Martínez, hija de un panadero de Toledo.
—¿Sabes? Si Sergio hubiera hecho caso a su madre… —empezó a decir, como tantas veces antes.
—¡Mamá! —Sergio apareció en el salón, cansado tras otra jornada en la notaría—. Por favor, basta ya.
Pero Ariana no se detenía nunca. Su sueño era claro: su hijo debía casarse con una mujer adinerada, vivir en una urbanización de lujo en Pozuelo y codearse con los de siempre. Yo era un obstáculo en su plan.
Al principio intenté ganármela. Le llevaba dulces de mi padre, la invitaba a comer, le preguntaba por sus historias de juventud en Salamanca. Pero nada era suficiente. Un día la escuché hablando por teléfono:
—No sé cómo Sergio ha podido conformarse con esa chica… Si al menos tuviera contactos o dinero…
Me dolió más de lo que quise admitir. Pero lo peor fue cuando empezó a venir a casa sin avisar. Un día entré y la encontré revisando nuestros cajones.
—Solo busco los papeles del seguro —dijo, sin mirarme a los ojos.
Sergio le pidió que respetara nuestra intimidad, pero ella se ofendió:
—¡Esta casa es tan mía como vuestra! Yo ayudé con la entrada, ¿lo olvidas?
La tensión crecía cada día. Las cenas familiares eran un campo de minas. Mi hermana, Carmen, me decía:
—No puedes dejar que te trate así, Lucía. Habla con Sergio.
Pero Sergio estaba atrapado entre dos fuegos. Amaba a su madre, pero también a mí. Y Ariana lo sabía. Usaba el chantaje emocional como un artista usa el pincel.
Una noche, tras una discusión especialmente dura —Ariana había insinuado que yo me casé con Sergio por interés—, me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Al salir, Sergio me abrazó:
—No sé qué hacer…
—Tienes que elegir —le susurré—. O tu madre deja de entrar aquí cuando quiere… o yo no puedo más.
Al día siguiente, Ariana apareció con maletas.
—Me quedo unos días —anunció—. Mi piso está en obras.
No preguntó si podía quedarse. Simplemente se instaló en nuestro sofá, criticando mi forma de cocinar, mi manera de vestir y hasta cómo doblaba las toallas.
Una tarde, mientras preparaba la cena, escuché cómo le decía a Sergio:
—¿Ves? Si te hubieras casado con Patricia Gutiérrez ahora tendrías una casa en La Moraleja y no este piso ridículo.
Sergio explotó:
—¡Basta ya! ¡Lucía es mi esposa y esta es nuestra casa!
Ariana lloró, gritó que nadie la quería y se encerró en la habitación de invitados. Esa noche decidimos cambiar la cerradura.
Me sentí culpable. ¿Era yo la mala? ¿Estaba separando a una madre de su hijo? Pero también sentí alivio. Por fin tendría un hogar donde respirar.
Cuando Ariana volvió y no pudo entrar, montó una escena en el portal. Los vecinos miraban por las ventanas mientras ella gritaba:
—¡Esto es una traición! ¡Después de todo lo que he hecho por vosotros!
Sergio le explicó que necesitábamos espacio. Que podía visitarnos, pero debía avisar antes. Ariana no lo aceptó. Durante semanas no supimos nada de ella.
Mi madre me llamó preocupada:
—¿Estás bien? ¿Seguro que esto es lo mejor?
No lo sabía. Pero necesitaba proteger mi matrimonio.
Un domingo cualquiera, Ariana apareció en misa y me abordó al salir:
—¿Te sientes orgullosa? Has conseguido alejarme de mi hijo.
No supe qué decirle. Solo bajé la mirada y apreté los labios para no llorar delante de todo el pueblo.
Los meses pasaron. Sergio y yo empezamos a reconstruirnos. Pero algo se había roto para siempre entre él y su madre. Las navidades fueron frías; las llamadas escasas y tensas.
A veces me pregunto si podríamos haber hecho algo diferente. Si el dinero y las expectativas no hubieran pesado tanto sobre nosotros…
Hoy miro la puerta nueva y me pregunto: ¿cuántas familias se rompen por sueños ajenos? ¿Cuántas Lucías hay en España luchando por un poco de paz en su propio hogar?