Entre Dos Madres: El Peso de la Lealtad

—¿Otra vez te vas a casa de Carmen? —La voz de mi madre, Rosario, retumbó en el pasillo como un trueno inesperado. Eran las ocho de la tarde y yo apenas había dejado la bolsa de la compra sobre la mesa. Mi hija, Lucía, se asomó desde el salón con los ojos muy abiertos, como si presintiera que algo grave estaba a punto de ocurrir.

—Mamá, Carmen está peor. Hoy le han subido la fiebre y…

—¡No me importa! —me interrumpió, alzando aún más la voz—. ¿Y yo qué? ¿No soy tu madre? ¿No merezco que me cuides tú también?

Sentí cómo se me encogía el estómago. Mi madre siempre había sido fuerte, orgullosa, de esas mujeres que nunca piden ayuda. Pero desde que papá murió, hace dos años, su soledad se había vuelto una sombra pegajosa en nuestra relación. Y ahora, con Carmen —mi suegra— enferma de cáncer, todo parecía desmoronarse a mi alrededor.

Me llamo Marta y tengo 38 años. Vivo en Alcalá de Henares con mi marido, Andrés, y nuestra hija Lucía. Mi madre vive a diez minutos andando, pero desde hace meses siento que nos separa un abismo.

Aquella noche, tras la discusión, salí corriendo de casa de mi madre con lágrimas en los ojos. Andrés me esperaba en el coche, serio, con esa mirada suya que mezcla preocupación y cansancio.

—¿Otra vez ha sido muy duro? —preguntó mientras arrancaba.

Asentí sin poder hablar. Me sentía atrapada entre dos fuegos: mi madre reclamando mi presencia y mi suegra necesitando cuidados constantes. Carmen nunca había sido una mujer fácil; siempre fue fría conmigo, distante. Pero ahora, postrada en la cama, me miraba con unos ojos tan vulnerables que no podía darle la espalda.

Durante semanas repetí el mismo ritual: por las mañanas llevaba a Lucía al colegio, iba a trabajar a la gestoría y por las tardes alternaba entre casa de mi madre y la de Carmen. Mi vida era una sucesión de carreras, llantos escondidos en el baño y noches sin dormir.

Un día, mientras le cambiaba el gotero a Carmen, ella me cogió la mano con una fuerza inesperada.

—Marta… gracias por no dejarme sola —susurró.

Sentí un nudo en la garganta. Por primera vez en años, vi en su rostro algo parecido al cariño. Me quedé allí sentada, acariciándole el pelo como si fuera una niña pequeña.

Pero cada gesto hacia Carmen era una herida para mi madre. Rosario empezó a llamarme cada noche para recordarme que ella también estaba sola.

—¿Sabes lo que es cenar todos los días mirando una silla vacía? —me decía—. Antes venías más. Ahora parece que solo tienes una madre cuando te conviene.

Intenté explicarle mil veces que no era cuestión de elegir, que ambas me necesitaban. Pero ella no quería escucharme. Un domingo por la tarde, después de comer en su casa, explotó:

—¡No sé cómo puedes cuidar a esa mujer después de todo lo que te ha hecho! ¡Siempre te ha despreciado! ¿Y ahora vas y te desvives por ella?

Andrés intentó mediar:

—Rosario, Marta solo quiere ayudar…

—¡Tú cállate! —le cortó mi madre—. ¡Esto es cosa de madres e hijas!

Me levanté de la mesa temblando. Lucía lloraba en silencio junto a su plato. Sentí que estaba fallando como hija, como madre y como esposa.

Esa noche no pude dormir. Me levanté al baño y me miré al espejo: ojeras profundas, el pelo recogido a toda prisa, los labios apretados para no gritar. ¿En qué momento había dejado de ser yo para convertirme solo en cuidadora?

Al día siguiente fui a ver a Carmen. Estaba peor; apenas podía hablar. Me senté junto a ella y le leí un capítulo de su novela favorita. Cuando terminé, me miró con lágrimas en los ojos.

—Ojalá hubiera sido mejor contigo…

Me quedé helada. No supe qué decirle. Solo le apreté la mano y le prometí que estaría allí hasta el final.

Esa tarde llamé a mi madre para invitarla a merendar juntas en una cafetería del centro. Al principio se negó, pero finalmente aceptó.

Nos sentamos frente a frente, rodeadas del bullicio de la gente y el aroma del café recién hecho.

—Mamá —empecé—, no quiero que pienses que te estoy dejando de lado. Pero Carmen está muriendo… No puedo abandonarla ahora.

Mi madre bajó la mirada. Por primera vez vi en sus ojos miedo y tristeza.

—Tengo miedo de perderte —susurró—. Desde que murió tu padre siento que todo lo bueno se va…

Le cogí las manos entre las mías.

—No te voy a dejar sola nunca. Pero necesito que entiendas que ahora mismo hay otra persona que también me necesita.

Lloramos juntas durante un buen rato. No resolvimos nada esa tarde, pero al menos nos escuchamos sin gritos ni reproches.

Los días siguientes fueron igual de duros. Carmen falleció dos semanas después rodeada de su familia. En el funeral, mi madre se acercó a mí y me abrazó fuerte.

—Has hecho lo correcto —me susurró al oído—. Estoy orgullosa de ti.

Ahora intento reconstruir los pedazos rotos de mi vida: volver a reír con Lucía, salir a pasear con mi madre los domingos y mirar al futuro sin tanta culpa.

A veces me pregunto: ¿Cómo se aprende a cuidar sin dejarse la piel? ¿Cómo se equilibra el amor entre quienes te necesitan sin perderte tú misma por el camino?