Renacer entre Escombros: Diario de un Martes
—¿Otra vez llegas tarde, Lucía? —la voz de Don Ernesto, el portero, retumbó en el vestíbulo mientras yo apenas le dedicaba una sonrisa cansada.
No era tarde, pero tampoco temprano. En la Ciudad de México, la puntualidad es un lujo para quienes no dependen del metro o de los microbuses atestados. Subí las escaleras del edificio con el mismo ritual de siempre: cinco pisos, uno tras otro, como si cada peldaño pudiera borrar el peso que sentía en el pecho desde que Javier se fue.
Mi madre siempre decía que las mujeres de nuestra familia nacimos para resistir. Pero resistir no es lo mismo que vivir. Desde que mi esposo decidió irse a Monterrey con «esa mujer», mi vida se volvió una sucesión de días grises y noches en vela. Aun así, tres veces por semana iba al gimnasio, como si levantar pesas pudiera ayudarme a cargar con la ausencia.
Al llegar a la oficina, saludé a mis compañeros con un gesto automático. Nadie preguntó cómo estaba; todos sabían que la respuesta sería una mentira piadosa. Mi jefa, Mariana, me llamó a su cubículo:
—Lucía, ¿puedes quedarte hasta tarde hoy? Hay que entregar el informe antes de las seis.
Asentí sin protestar. ¿Qué más podía hacer? El trabajo era mi único refugio, aunque últimamente sentía que ni siquiera ahí podía respirar. Mi salario apenas alcanzaba para pagar la renta del departamento en la colonia Narvarte y enviarle algo a mi mamá en Puebla.
A las once recibí un mensaje de mi hermana menor:
—¿Ya hablaste con mamá? Dice que no has contestado sus llamadas.
Mentí diciendo que estaba ocupada. La verdad es que no tenía fuerzas para escuchar su voz preocupada ni para responder a sus preguntas sobre Javier. «¿Por qué no luchaste más?», me preguntó la última vez. Como si amar fuera suficiente para retener a alguien.
El día avanzó entre correos electrónicos y llamadas interminables. A las tres de la tarde, salí a comprar un café al Oxxo de la esquina. Afuera, la ciudad hervía: vendedores ambulantes, niños corriendo entre los coches, el olor a tacos al pastor mezclándose con el humo de los escapes. Me detuve un momento a mirar el cielo encapotado y sentí ganas de llorar.
—¿Todo bien, güera? —me preguntó el señor del puesto de jugos.
—Sí, todo bien —mentí otra vez.
Regresé al edificio y subí las escaleras con el café en la mano. En el quinto piso, me encontré con Raúl, el contador. Me miró con esos ojos tristes que sólo tienen los que han perdido algo importante.
—¿Quieres hablar? —me ofreció, bajando la voz.
Negué con la cabeza. No quería hablar; quería gritar. Pero en esta ciudad nadie escucha los gritos de una mujer sola.
A las seis y media terminé el informe y apagué la computadora. Afuera ya era de noche y llovía. Decidí caminar hasta mi departamento; necesitaba sentir el agua fría sobre la piel, como si pudiera lavar mis heridas.
En casa, el silencio era ensordecedor. Me quité los tacones y me senté en el suelo del baño. Lloré hasta quedarme sin lágrimas. Pensé en Javier y en cómo se llevó no sólo sus cosas, sino también mi alegría. Pensé en mi madre y en su reproche silencioso. Pensé en mí misma, en esa Lucía que alguna vez soñó con ser feliz.
El teléfono sonó. Era mi hermana otra vez:
—Lucía, mamá está enferma. Tienes que venir a Puebla este fin de semana.
Sentí un nudo en la garganta. No podía fallarle a mi madre, aunque ella creyera que ya lo había hecho suficiente veces.
El viernes tomé el autobús a Puebla. Durante el viaje, miré por la ventana los campos verdes y las montañas cubiertas de neblina. Recordé mi infancia: los domingos en familia, las risas alrededor de la mesa, los abrazos cálidos antes de dormir. ¿En qué momento todo se rompió?
Al llegar a casa, mi madre me recibió con los ojos hinchados por el llanto y el cansancio.
—Hija, ¿por qué te alejas tanto? —me preguntó mientras me abrazaba fuerte.
No supe qué responderle. Me limité a acariciarle el cabello y prometerle que todo estaría bien, aunque ni yo misma lo creyera.
Esa noche, mientras cuidaba a mi madre dormida, entendí que tenía que reconstruirme desde los escombros. No por Javier ni por nadie más, sino por mí misma y por esa niña que alguna vez fui.
Regresé a la ciudad decidida a cambiar mi vida. Empecé terapia psicológica en una clínica del IMSS y retomé mis clases de pintura los sábados por la mañana. Poco a poco, fui encontrando pequeñas luces en medio de tanta oscuridad: una charla con Raúl sobre libros, una tarde de risas con mis compañeras del trabajo, una llamada inesperada de mi padre después de años sin hablarme.
Un día, mientras subía las escaleras del edificio —como siempre— sentí que algo dentro de mí había cambiado. Ya no subía para huir del dolor; subía porque quería llegar más alto.
Ahora sé que renacer no es olvidar lo perdido, sino aprender a vivir con las cicatrices. Y aunque todavía hay días grises y noches largas, he aprendido a buscar la belleza en lo cotidiano: en el aroma del café recién hecho, en el abrazo sincero de mi madre, en la sonrisa tímida de Raúl cuando me invita a cenar tacos al pastor después del trabajo.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo caminan por esta ciudad cargando historias rotas? ¿Cuántas han tenido que aprender a renacer entre escombros? Si tú también has sentido ese vacío, ¿cómo lograste salir adelante?