Entre el amor y la sangre: Cuando la madre de mi novio decide por nosotros
—¿Has vuelto a dejar los platos sin fregar, Lucía? —La voz de Carmen retumbó en el pasillo, tan fría como el mármol de la encimera.
Me quedé quieta, con el estropajo aún en la mano. Juan, mi novio, estaba en el salón, fingiendo leer el periódico. Sabía que escuchaba cada palabra, pero no se atrevía a intervenir. Desde que me mudé a su casa en Vallecas, hace seis meses, la convivencia con su madre se había convertido en una guerra silenciosa. Yo era la intrusa, la que venía a desordenar su mundo perfecto.
—Ya los iba a fregar, Carmen —respondí, intentando mantener la calma.
Ella me miró con esos ojos oscuros que no dejaban escapar ni un detalle. —Aquí las cosas se hacen en el momento, Lucía. No cuando a ti te apetece. —Y se marchó, dejando tras de sí un rastro de perfume y resentimiento.
Me apoyé en la pila y sentí las lágrimas arderme en los ojos. No era solo por los platos. Era por todo: por cómo revisaba mis mensajes cuando yo no miraba, por cómo le preguntaba a Juan cada noche qué habíamos hecho durante el día, por cómo me corregía delante de sus amigas cuando cometía el más mínimo error.
Esa noche, mientras cenábamos los tres en silencio, Carmen rompió el hielo:
—Juanito, ¿has llamado ya al médico para tu revisión? Sabes que tienes que cuidar ese lunar.
Juan asintió, sin mirarme. —Sí, mamá. Lucía me lo recordó ayer.
Carmen me lanzó una mirada fugaz, como si yo hubiera invadido un terreno sagrado. —Bueno, pero tú sabes que nadie te cuida como yo.
Sentí una punzada en el pecho. ¿Por qué tenía que recordarle constantemente que ella era la primera mujer en su vida?
Después de cenar, Juan y yo nos encerramos en nuestra habitación. Me senté en la cama y él se quedó de pie junto a la ventana.
—Juan, tenemos que hablar —dije al fin—. No puedo más con esta situación. Siento que no tengo espacio para respirar.
Él suspiró y se pasó la mano por el pelo. —Es mi madre, Lucía. Siempre ha sido así conmigo. Solo quiere lo mejor.
—¿Y lo mejor es controlarte hasta el último detalle? ¿Saber hasta cuántas veces te cepillas los dientes? —Mi voz temblaba de rabia contenida.
Juan se encogió de hombros. —No lo entiendes. Después de lo de mi padre…
Me mordí el labio. Su padre había muerto hacía cinco años y desde entonces Carmen había volcado toda su vida en su hijo único. Pero yo también tenía derecho a existir, ¿no?
Las semanas pasaron y la tensión creció. Carmen empezó a dejarme notas pegadas por la casa: «No olvides ventilar la habitación», «Recuerda que Juan es alérgico al polvo». Incluso llegó a llamarme al trabajo para preguntarme si había comprado su yogur favorito.
Una tarde, mientras preparaba una tortilla de patatas para sorprender a Juan, escuché a Carmen hablando por teléfono en el salón:
—Sí, sí, claro que sé todo lo que hacen. Juanito me lo cuenta todo… No hay secretos entre nosotros… Ya sabes cómo son estas chicas de ahora, quieren llevárselo todo por delante…
Sentí cómo se me helaba la sangre. ¿De verdad Juan le contaba todo? ¿Hasta los detalles más íntimos?
Esa noche lo enfrenté:
—¿Le cuentas todo a tu madre? —le pregunté sin rodeos.
Él se quedó callado un instante demasiado largo.
—Solo lo necesario…
—¿Lo necesario? ¿O todo? —insistí.
Juan bajó la mirada. —A veces me pregunta cosas y no sé cómo decirle que no…
Me levanté de la cama y empecé a meter ropa en una bolsa.
—No puedo vivir así, Juan. No soy una intrusa en mi propia vida.
Él intentó detenerme, pero yo ya había tomado una decisión. Salí al pasillo y allí estaba Carmen, como si hubiera estado esperando ese momento toda su vida.
—¿Ya te vas? —preguntó con una sonrisa apenas disimulada.
La miré a los ojos y sentí una mezcla de rabia y tristeza.
—Sí. Pero no porque tú hayas ganado, sino porque yo merezco algo mejor.
Salí de aquella casa con el corazón hecho trizas y la sensación de haber perdido una batalla imposible. Durante semanas lloré y dudé si había hecho lo correcto. Juan me llamó varias veces, pero nunca tuve fuerzas para contestar.
Hoy, meses después, sigo preguntándome: ¿Hasta qué punto debemos sacrificar nuestra felicidad por no romper una familia? ¿Cuándo es suficiente? ¿Alguna vez habéis sentido que vuestra vida no os pertenece?