El precio del cariño: Cuando el amor de una madre no basta
—¿Por qué nunca puedes ayudarnos como hacen los padres de Sergio? —La voz de Lucía retumbó en el salón, rompiendo el silencio de la tarde. Yo estaba sentada en mi butaca, con la manta sobre las piernas, mirando por la ventana cómo caía la lluvia sobre los tejados de Madrid. Mi hija me miraba con los ojos llenos de reproche, y yo sentí que el corazón se me encogía, como tantas otras veces desde que enviudé.
No supe qué responderle al principio. ¿Cómo explicarle que mi pensión apenas me alcanza para pagar la luz y la comida? ¿Cómo decirle que cada vez que voy al supermercado tengo que mirar dos veces los precios, y que a veces me salto la merienda para que me llegue el dinero a fin de mes?
—Lucía, hija, sabes que hago lo que puedo… —balbuceé, pero ella ya había girado la cara, frustrada.
No siempre fue así. Cuando Lucía era pequeña, yo era su heroína. La tuve a los 42 años, después de una vida entera intentando quedarme embarazada. Mi marido, Antonio, y yo recorrimos hospitales, clínicas y hasta monasterios donde las monjas rezaban por nosotras. Cuando por fin llegó Lucía, fue como un milagro. Todo lo que teníamos era para ella: tiempo, dinero, amor. Antonio murió cuando Lucía tenía 17 años. Desde entonces, he hecho malabares para sacarla adelante sola.
Pero ahora Lucía tiene 28 años, está casada con Sergio y parece que todo lo que hago le resulta insuficiente. Sergio viene de una familia acomodada; sus padres tienen una empresa de reformas en Pozuelo y no les tiembla el pulso al regalarles un coche nuevo o pagarles unas vacaciones en la Costa Brava. Yo, en cambio, apenas puedo invitarles a cenar una vez al mes.
—Mamá, es que no entiendes lo difícil que es todo ahora —insistió Lucía—. Sergio y yo queremos tener un hijo, pero con el alquiler y los gastos…
—¿Y crees que para mí fue fácil? —le respondí, sintiendo cómo me subía la rabia—. Yo también tuve que apañármelas con poco. Tu padre y yo vivíamos en un piso de 40 metros en Vallecas y nunca nos faltó nada porque nos teníamos los unos a los otros.
Lucía suspiró y se dejó caer en el sofá. Por un momento volvió a ser aquella niña de trenzas que venía corriendo a mis brazos cuando se caía en el parque.
—No quiero discutir contigo, mamá —dijo más suave—. Pero a veces siento que no te importa lo suficiente.
Esa frase me atravesó como un cuchillo. ¿No le importa? ¿Después de todo lo que he hecho por ella? Recordé las noches sin dormir cuando tenía fiebre; los bocadillos envueltos en papel de aluminio para las excursiones del colegio; las tardes cosiendo disfraces para las funciones de Navidad; las lágrimas escondidas cuando tuve que vender las alianzas de boda para pagarle la matrícula de la universidad.
Pero nada de eso parece contar ahora. Ahora solo importa el dinero.
Esa noche no pude dormir. Me levanté varias veces a mirar la foto de Antonio en la cómoda. Le hablé en voz baja, como si pudiera escucharme desde donde estuviera:
—¿Hicimos algo mal? ¿Por qué Lucía no puede ver lo mucho que la quiero?
Al día siguiente fui al banco a sacar algo de dinero para darle a Lucía. No era mucho: cien euros que había ahorrado para arreglar la lavadora. Se los di envueltos en un sobre, con una nota: «Para lo que necesites». Ella me abrazó y me dio las gracias, pero sentí que era un abrazo vacío, como si ya no supiera cómo acercarse a mí.
Pasaron las semanas y la distancia entre nosotras creció. Lucía empezó a visitarme menos; cuando venía, hablaba más del trabajo de Sergio o de los planes con sus suegros que de su propia vida conmigo. Yo intentaba interesarme, pero sentía que cada palabra mía era un recordatorio de lo poco que podía ofrecerle.
Un domingo por la tarde, mientras preparaba una tortilla de patatas para las dos, Lucía soltó:
—Mamá, Sergio y yo hemos decidido mudarnos a un piso más grande… Sus padres nos van a ayudar con la entrada.
Asentí en silencio. Sabía lo que significaba: menos visitas, menos llamadas… menos Lucía en mi vida.
Esa noche lloré como hacía años no lloraba. Me sentí sola, inútil, desplazada por una familia con más recursos. Pensé en todas las madres como yo: mujeres mayores, viudas o solas, que han dado todo por sus hijos y ahora ven cómo se alejan porque no pueden competir con el dinero.
Un día recibí una llamada inesperada. Era Carmen, mi vecina del tercero. Me invitó a tomar café con otras mujeres del barrio. Allí escuché historias parecidas: hijos ingratos, nietos a los que apenas ven, familias divididas por el dinero o las diferencias sociales.
Me di cuenta de que no estaba sola en mi dolor. Que muchas madres españolas viven este mismo duelo silencioso: el duelo por unos hijos adultos que ya no valoran el sacrificio ni el cariño si no viene acompañado de billetes.
A veces pienso en llamar a Lucía y decirle todo esto; gritarle mi tristeza y mi rabia. Pero luego recuerdo su cara cansada y decido callar. No quiero perderla del todo.
Hoy he vuelto a mirar la foto de Antonio y le he preguntado:
—¿De verdad hemos fallado como padres? ¿O es esta sociedad la que ha cambiado tanto?
¿Vosotros qué pensáis? ¿El amor de una madre debería medirse por lo que puede dar económicamente? ¿O hemos olvidado lo importante?