Cuando el amor se va y vuelve: La historia de Zofia
—¿Eso es todo, Enrique? ¿Veinticinco años y te vas así, sin más? —mi voz temblaba, pero no iba a llorar delante de él. Él ni siquiera me miró a los ojos mientras dejaba la alianza sobre la mesa del salón.
—Zofia, merezco algo más. No puedo seguir fingiendo —dijo, y el portazo que siguió retumbó en mi pecho como un disparo.
Me quedé sola, con el eco de sus palabras y la casa vacía. Tenía 52 años, dos hijos ya mayores que apenas venían a casa y un matrimonio que, hasta ese momento, creía sólido. ¿Cómo no vi las señales? ¿En qué momento dejamos de ser nosotros para convertirnos en dos extraños?
Las fotos en la cómoda parecían burlarse de mí: veranos en la Costa Brava, Navidades en familia, risas congeladas en el tiempo. Me senté en el sofá abrazando un cojín, sintiendo que el mundo se me caía encima. Lloré hasta quedarme sin lágrimas, hasta que la rabia sustituyó a la tristeza.
Los días siguientes fueron una sucesión de rutinas vacías. El café sabía a nada, la radio sonaba demasiado fuerte y las noches eran interminables. Mi hermana Carmen venía a verme cada tarde.
—Tienes que salir de casa, Zofia. No puedes dejar que esto te hunda —me decía mientras me preparaba una infusión.
—¿Y para qué? ¿Para ver cómo todos siguen con sus vidas mientras yo me desmorono?
—No eres la única mujer a la que han dejado, ¿sabes? Pero sí eres la única que puede decidir qué hacer con lo que queda de su vida.
No quería escucharla, pero sus palabras se me quedaron grabadas. Un día, casi por inercia, acepté su invitación para ir al centro cultural del barrio. Había una exposición de pintura y, aunque no me interesaba mucho el arte, necesitaba salir de esas cuatro paredes.
Allí conocí a Teresa, una mujer de mi edad con una energía arrolladora. Nos pusimos a hablar y enseguida conectamos. Me invitó a unirme a su grupo de senderismo. Dudé, pero algo dentro de mí pedía aire fresco.
La primera excursión fue un desastre: me dolían las piernas, sudaba como nunca y sentía que todos me miraban como a una intrusa. Pero al llegar a la cima y ver Barcelona a mis pies, sentí una chispa de vida que creía extinguida.
Poco a poco fui recuperando las ganas de vivir. Empecé a ir a clases de cerámica, retomé el contacto con viejas amigas y hasta me atreví a cortarme el pelo corto. Mis hijos, Laura y Pablo, al principio no entendían mi transformación.
—Mamá, ¿estás bien? —me preguntó Laura un día al verme salir maquillada y con ropa nueva.
—Mejor que nunca —le respondí con una sonrisa sincera.
Pero la verdadera sorpresa llegó cuando menos lo esperaba. En una de las clases de cerámica conocí a Miguel, un hombre reservado y amable que también había pasado por un divorcio doloroso. Al principio solo compartíamos charlas sobre arcilla y esmaltes, pero poco a poco nuestras conversaciones se volvieron más personales.
Una tarde lluviosa, mientras recogíamos las piezas del taller, Miguel me miró fijamente.
—Zofia, ¿te gustaría tomar un café conmigo algún día?
Sentí mariposas en el estómago como cuando era joven. Dudé unos segundos antes de responder.
—Me encantaría.
Empezamos a vernos fuera del taller: paseos por el parque Güell, cenas improvisadas en pequeños bares del barrio gótico, charlas interminables sobre libros y películas antiguas. Con él aprendí que no hay edad para volver a ilusionarse.
No todo fue fácil. Mis hijos no aceptaron bien al principio que tuviera una nueva pareja. Pablo se enfadó conmigo.
—¿Ya has olvidado a papá? —me reprochó una noche.
—Nunca olvidaré lo que viví con tu padre —le respondí—, pero merezco ser feliz otra vez.
Laura fue más comprensiva y acabó animándome a seguir adelante. Mi exmarido intentó volver cuando supo que tenía pareja nueva. Vino una tarde y se plantó en mi puerta con cara de arrepentido.
—Zofia, cometí un error…
Le miré con compasión pero sin rencor.
—Enrique, ya no soy la misma mujer que dejaste. Ahora sé lo que valgo.
Cerré la puerta suavemente esta vez, sin dolor ni ira. Sentí por primera vez en mucho tiempo que tenía el control de mi vida.
Hoy miro atrás y veo todo lo que he superado. La soledad ya no me asusta; aprendí a disfrutar de mi propia compañía y descubrí que siempre hay segundas oportunidades si uno se atreve a buscarlas.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres como yo se quedan atrapadas en el dolor sin saber que la felicidad puede estar esperándolas a la vuelta de la esquina? ¿Y tú? ¿Te atreverías a empezar de nuevo?