Entre el amor y el silencio: La historia de Verónica

—¿Ves cómo te mira? Con amor y admiración —dijo mi mamá, con esa mezcla de orgullo y advertencia que sólo una madre puede tener. Su voz retumbó en la sala, mientras afuera la lluvia golpeaba los ventanales del apartamento en Laureles. Yo sabía que Julián me miraba diferente, pero escuchar a mi mamá decirlo, así, tan de frente, me hizo sentir desnuda.

—Él te quiere de verdad, Verónica —insistió ella, cruzando los brazos y clavando sus ojos en mí—. No vayas a hacer una tontería.

No respondí. Me limité a mirar el café humeante entre mis manos, sintiendo cómo el calor no lograba derretir el frío que se instalaba en mi pecho. Julián acababa de salir del baño, envuelto apenas en una toalla, con gotas de agua resbalando por sus hombros morenos y fuertes. No era un hombre; era un sueño hecho carne. Se sentó a mi lado en la cama y buscó mis labios con los suyos. Yo giré la cabeza.

—¿Qué pasa? —preguntó él, su voz suave pero cargada de preocupación.

No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle que el amor no siempre basta? ¿Que hay heridas viejas que no sanan sólo porque alguien te mira bonito?

Mi mamá seguía en la sala, escuchando cada movimiento, cada palabra no dicha. Desde que papá se fue con otra mujer —una secretaria veinte años menor—, ella se había vuelto más protectora, más desconfiada. Y ahora, con Julián en mi vida, parecía revivir todos sus miedos.

—Verónica —me llamó desde la puerta—, ¿puedo hablar contigo un momento?

Julián se levantó y me besó la frente antes de salir. Cerré los ojos y respiré hondo.

—¿Por qué lo rechazas? —me preguntó mi mamá apenas quedamos solas—. ¿Te hizo algo?

Negué con la cabeza.

—No es eso… Es que siento que todo esto es demasiado rápido. Que no estoy lista para algo tan serio.

Ella suspiró y se sentó a mi lado.

—No todos los hombres son como tu papá —dijo en voz baja—. No puedes vivir con miedo toda la vida.

Pero yo sí tenía miedo. Miedo de repetir la historia de mi mamá. Miedo de perderme a mí misma por complacer a otros. Miedo de que Julián no fuera tan perfecto como parecía.

Esa noche, mientras Julián dormía a mi lado, me quedé mirando el techo, escuchando la lluvia y pensando en todo lo que había callado durante años. Pensé en las veces que vi a mi mamá llorar en silencio, en las peleas a gritos que llenaban la casa cuando yo era niña, en las promesas rotas y los sueños aplastados por la rutina.

A la mañana siguiente, Julián preparó arepas y café. Me miraba con ternura, como si pudiera ver todas mis cicatrices y aún así quisiera quedarse.

—¿Quieres salir esta noche? —me preguntó—. Podemos ir al Pueblito Paisa o al cine… lo que tú quieras.

Asentí sin mucho ánimo. Él sonrió y me abrazó por detrás, apoyando su barbilla en mi hombro.

—Te amo, Verónica —susurró.

Sentí un nudo en la garganta. ¿Por qué no podía ser tan fácil como en las novelas mexicanas que veía con mi abuela? ¿Por qué el amor real dolía tanto?

Esa tarde fui a visitar a mi abuela Lucía en Envigado. Ella siempre tenía palabras sabias para todo.

—Mijita —me dijo mientras tejía una bufanda—, uno no puede vivir con miedo al pasado. Pero tampoco puede ignorar lo que siente aquí —señaló su pecho arrugado—. Si ese muchacho te hace dudar, escúchate primero a ti misma.

Le conté todo: mis dudas, mis miedos, la presión de mi mamá, el amor de Julián.

—El amor es bonito, pero no es suficiente si no hay paz —sentenció ella.

Volví a casa más confundida que nunca. Julián me esperaba con una rosa roja y una sonrisa nerviosa.

—¿Todo bien? —preguntó.

Quise decirle que sí, pero las palabras se atoraron en mi garganta.

Esa noche salimos al Pueblito Paisa. Las luces de Medellín brillaban como estrellas caídas sobre el valle. Caminamos tomados de la mano, pero yo sentía que había un abismo entre nosotros.

De repente, Julián se detuvo y me miró fijamente.

—Verónica… ¿tú me amas?

La pregunta me golpeó como un balde de agua fría. Miré sus ojos sinceros y sentí ganas de llorar.

—No lo sé —admití al fin—. Quiero amarte… pero tengo miedo.

Él bajó la mirada y asintió lentamente.

—Yo también tengo miedo —confesó—. Pero prefiero arriesgarme contigo que vivir arrepentido toda la vida.

Nos abrazamos bajo la lluvia ligera que empezaba a caer otra vez. Por un momento sentí que todo era posible.

Pero al regresar al apartamento, encontré a mi mamá llorando en la cocina.

—¿Qué pasa? —corrí hacia ella.

Me mostró una carta arrugada: era de mi papá. Decía que quería volver, que había cometido un error, que nos extrañaba.

El mundo se me vino abajo. ¿Y si todo volvía a ser como antes? ¿Y si mi mamá lo perdonaba y yo terminaba atrapada en el mismo ciclo?

Esa noche no dormí. Julián intentó consolarme, pero yo estaba lejos, perdida en mis pensamientos.

Al día siguiente, enfrenté a mi mamá.

—¿Vas a perdonarlo? —le pregunté.

Ella me miró con ojos cansados.

—No lo sé… A veces uno quiere creer que las cosas pueden ser diferentes…

La entendí mejor que nunca. El miedo al pasado nos perseguía a ambas.

Julián me abrazó fuerte antes de irse al trabajo.

—Decidas lo que decidas… aquí voy a estar —me dijo.

Me quedé sola en el apartamento, mirando por la ventana cómo la ciudad seguía su vida bajo la lluvia interminable. Pensé en mi mamá, en Julián, en mi papá… y en mí misma.

¿Vale la pena arriesgarse por amor cuando el pasado pesa tanto? ¿O es mejor quedarse donde uno se siente seguro aunque duela?

A veces siento que el silencio grita más fuerte que cualquier palabra… ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?