El secreto de mi hijo: una puerta, una promesa rota y el eco del silencio
—¿Es usted la madre de Sergio? —La voz temblorosa de la joven me atravesó como un cuchillo.
Abrí la puerta y allí estaba ella: Lucía, con el rostro empapado en lágrimas, el pelo recogido a toda prisa y un abrigo arrugado que parecía haber sido testigo de muchas noches sin dormir. Sus manos temblaban tanto que por un momento pensé que iba a desplomarse en el felpudo.
—Sí… soy yo —respondí, apenas reconociendo mi propia voz.
—Soy… soy la prometida de su hijo. Pero… Sergio ha desaparecido. Hace dos semanas. Nadie sabe dónde está.
El mundo se detuvo. Sentí cómo el suelo se abría bajo mis pies. ¿Prometida? ¿Desaparecido? Mi hijo nunca me había hablado de ninguna Lucía, ni de planes de boda. ¿Cómo era posible que yo, su madre, no supiera nada?
La invité a pasar casi por inercia. Lucía se sentó en el sofá del salón, abrazándose las rodillas como si quisiera hacerse invisible. El reloj del comedor marcaba las once y media, pero en mi cabeza era medianoche.
—¿Cómo que desaparecido? —pregunté al fin, con la voz rota.
—No volvió a casa después del trabajo. No contesta al móvil, no hay movimientos en su cuenta… He ido a la policía, pero dicen que es mayor de edad y que puede haberse ido por voluntad propia. Nadie me toma en serio… —sollozó.
Me senté frente a ella, sintiendo una mezcla de rabia y miedo. ¿Cómo podía ser que Sergio no me hubiera contado nada? ¿Por qué no me había llamado Lucía antes? ¿Y si le había pasado algo grave?
—¿Desde cuándo estáis juntos? —quise saber.
—Desde hace casi un año… Íbamos a decírselo pronto, pero Sergio quería esperar a que usted estuviera mejor de salud…
Me quedé helada. ¿Mi salud? ¿Era esa la excusa para ocultarme algo tan importante? Recordé las discusiones recientes con Sergio: su mirada esquiva, sus respuestas evasivas cuando le preguntaba por sus planes o por qué llegaba tan tarde. Siempre había confiado en él, pero ahora sentía que había vivido en una mentira.
Lucía sacó una foto del bolso: estaban los dos en la playa de San Juan, abrazados y sonrientes. Mi hijo parecía feliz, más feliz de lo que le recordaba últimamente.
—¿Ha hablado con sus amigos? —pregunté.
—Sí… Todos dicen que no saben nada. Incluso Pedro, su mejor amigo desde el instituto, me ha dicho que hace semanas que no le ve.
La angustia crecía dentro de mí como una ola imparable. Llamé a Pedro al instante.
—Pedro, soy Carmen, la madre de Sergio. ¿Sabes algo de él?
Silencio al otro lado.
—No… hace tiempo que no hablamos —respondió finalmente, pero su tono era extraño, como si ocultara algo.
Colgué y miré a Lucía. Ella evitaba mi mirada.
—¿Hay algo más que debería saber? —insistí.
Lucía dudó un momento antes de hablar:
—Sergio estaba muy agobiado últimamente… Tenía problemas en el trabajo y discutía mucho con su jefe. Además… —bajó la voz— discutió con usted hace poco, ¿verdad?
Sentí una punzada de culpa. Sí, habíamos discutido por dinero y por mis constantes preguntas sobre su vida privada. Siempre quise protegerle, pero quizá le asfixié sin darme cuenta.
Los días siguientes fueron un infierno. Lucía y yo recorrimos comisarías, hospitales y hasta los bares donde solía ir Sergio con sus amigos. Nadie sabía nada o nadie quería hablar. La policía nos repetía lo mismo: “Es adulto, puede haberse ido por voluntad propia”. Pero yo conocía a mi hijo; jamás desaparecería así sin avisar.
Una noche, mientras revisaba sus cosas buscando alguna pista, encontré una carta escondida en el cajón de su escritorio. Era para mí:
“Mamá,
Sé que últimamente no he sido el hijo que esperabas. Me siento perdido y no sé cómo salir adelante. No quiero preocuparos más, pero necesito tiempo para pensar y encontrar mi camino. Cuida de ti.
Sergio.”
Las lágrimas me nublaron la vista. ¿Qué había hecho mal? ¿Por qué no fui capaz de ver su sufrimiento? Lucía me abrazó en silencio; sentí su dolor mezclado con el mío.
Pasaron los días y las semanas. La familia empezó a murmurar: “Seguro que está metido en líos”, “A saber con quién se junta”, “Eso le pasa por no escuchar a su madre”. Mi hermana Pilar me llamaba cada noche para preguntarme si había noticias; mi madre rezaba el rosario por él cada tarde; mi exmarido Enrique vino desde Valencia para ayudarme a buscarle.
Las discusiones familiares no tardaron en estallar:
—¡Tú siempre le protegiste demasiado! —me gritó Enrique una noche.
—¡Y tú nunca estuviste cuando te necesitaba! —le respondí entre sollozos.
Lucía se convirtió en mi única aliada. Juntas pegamos carteles por todo Alicante; juntas recorrimos los mismos caminos cada día esperando encontrar alguna pista; juntas compartimos el miedo y la esperanza.
Un día recibí una llamada anónima:
—Deje de buscarle. Está bien donde está.
La voz era masculina y desconocida. El miedo se apoderó de mí; denuncié la llamada a la policía, pero no hicieron nada.
Empecé a dudar de todos: de Pedro, del jefe de Sergio, incluso de Lucía. ¿Y si ella tampoco me decía toda la verdad?
Una tarde encontré a Pedro esperándome en la puerta de casa:
—Carmen… tengo que contarte algo —me dijo con voz baja—. Sergio tenía miedo… Le amenazaban en el trabajo porque descubrió algo raro en la empresa. Me pidió que no dijera nada…
El corazón me dio un vuelco. ¿Y si Sergio estaba huyendo para protegernos?
La policía reabrió el caso tras mi insistencia y la confesión de Pedro. Pero los días seguían pasando sin noticias.
Ahora escribo estas líneas sentada frente a la ventana, viendo cómo cae la lluvia sobre Alicante. Cada gota es una pregunta sin respuesta; cada trueno es el eco del silencio de mi hijo.
¿Hasta dónde puede llegar una madre para proteger a su hijo? ¿Cuánto daño podemos hacer sin darnos cuenta? ¿Y si nunca vuelve? ¿Seré capaz de perdonarme?
¿Vosotros qué haríais si vuestro hijo desapareciera sin dejar rastro? ¿Hasta dónde llegaríais para encontrarle?