Cuando la vecina hambrienta se convirtió en mi esposa: una historia de amor, locura y supervivencia
—¡Álvaro! ¿Dónde has metido el jamón? —gritó Lucía desde la cocina, su voz atravesando las paredes como un cuchillo afilado.
Me sobresalté en el sofá, el mando de la tele resbalando entre mis dedos. Otra vez. Otra vez la misma escena. Desde que Lucía se mudó a mi piso —bueno, nuestro piso ahora—, la paz que conocía se había esfumado como el humo de un cigarro en la terraza.
Recuerdo perfectamente la primera vez que llamó a mi puerta. Era una noche de noviembre, llovía a cántaros y yo estaba solo, cenando una tortilla francesa. Tocaron con insistencia. Abrí y allí estaba ella: empapada, con el pelo pegado a la cara y los ojos brillando de hambre y rabia.
—¿Tienes algo de comer? —me preguntó sin rodeos.
Le ofrecí pan y queso. Se sentó en mi mesa como si fuera suya. Esa noche hablamos durante horas. Me contó que su madre la había echado de casa por discutir sobre política, que no tenía trabajo fijo y que su nevera era un desierto. Yo, que siempre había sido reservado, sentí una extraña conexión con ella. Quizá era compasión, quizá soledad. O quizá fue el modo en que devoró aquel bocadillo, como si fuera lo último que comería en la vida.
Pasaron los meses y Lucía empezó a aparecer cada vez más a menudo. Al principio era solo para pedir sal o azúcar. Luego ya venía a ver películas, a cenar conmigo, a dormir en mi sofá cuando discutía con su madre. Hasta que un día me besó en la puerta del ascensor. Y todo cambió.
Nos enamoramos como dos adolescentes tardíos. Nos casamos en el ayuntamiento de Chamberí, con mi madre llorando y su madre ausente. Alquilamos un piso pequeño cerca del Retiro y empezamos nuestra vida juntos. Pero lo que parecía un sueño pronto se convirtió en una pesadilla cotidiana.
Lucía es impredecible. Puede pasar de reírse a carcajadas a lanzar un plato contra la pared en cuestión de segundos. Le molesta cómo doblo las toallas, cómo corto el pan, cómo respiro cuando duermo. Yo intento mantener la calma, pero hay días en los que siento que voy a explotar.
—¿Por qué nunca encuentras nada? —me reprocha mientras rebusca en la nevera—. ¡Siempre lo mismo! Si no fuera por mí, este piso sería un caos.
A veces me pregunto si realmente soy feliz o si simplemente me he acostumbrado al caos. Mis amigos me dicen que estoy loco por aguantarla, que debería poner límites. Pero cuando Lucía se sienta a mi lado por la noche y apoya la cabeza en mi hombro, siento que todo merece la pena.
El problema es que no solo discutimos por tonterías domésticas. Hay algo más profundo: Lucía no confía en nadie. Ni siquiera en mí. Revisa mis mensajes, se enfada si llego tarde del trabajo, sospecha de mis compañeras de oficina aunque jamás le haya dado motivos.
Una noche llegué a casa agotado después de una reunión interminable y la encontré llorando en el baño.
—¿Qué te pasa? —le pregunté, preocupado.
—Nada —respondió entre sollozos—. Es solo que siento que no me entiendes… Que te vas a cansar de mí como todos los demás.
Me arrodillé junto a ella y le prometí que nunca la dejaría sola. Pero en mi interior sentí miedo: miedo de no ser suficiente para calmar sus tormentas internas.
Las cosas empeoraron cuando Lucía perdió su trabajo temporal en una tienda del centro. Empezó a pasar más tiempo en casa, obsesionada con el orden y el control. Si yo dejaba los zapatos fuera del zapatero, era motivo de discusión. Si olvidaba comprar leche, podía estar enfadada todo el día.
Mi madre vino a visitarnos una tarde y al ver el ambiente tenso me susurró al oído:
—Hijo, esto no es vida… Habla con ella o acabarás enfermo.
Pero ¿cómo hablar con alguien que ve amenazas en cada gesto? ¿Cómo pedirle espacio sin herirla?
Una noche exploté. Después de una discusión absurda sobre el detergente, grité:
—¡No puedo más, Lucía! ¡Me estás volviendo loco!
Ella se quedó helada. Por primera vez vi miedo en sus ojos.
—¿Me vas a dejar? —susurró.
Me senté en el suelo, derrotado.
—No quiero dejarte… pero tampoco quiero vivir así.
Esa noche dormimos separados por primera vez desde que nos casamos.
Al día siguiente, Lucía preparó café y tostadas como si nada hubiera pasado. Pero yo sabía que algo había cambiado entre nosotros. Empezamos a hablar más honestamente sobre nuestros miedos y frustraciones. Fuimos juntos a terapia de pareja —algo impensable para nosotros hace unos meses— y poco a poco aprendimos a convivir sin destruirnos.
No es fácil. Hay días buenos y días horribles. Pero sigo aquí, luchando por ese amor caótico que empezó con un trozo de pan en una noche de tormenta.
A veces me pregunto: ¿Vale la pena sacrificar la tranquilidad por alguien a quien amas aunque te saque de quicio? ¿Dónde está el límite entre el amor y la locura? ¿Vosotros qué haríais?