El eco de un mensaje: la historia de una madre y su hija perdida

—No me busques. Necesito vivir a mi manera.

Esa fue la última vez que supe de Lucía. Hace exactamente trescientos sesenta y cinco días, a las 22:14, mi móvil vibró con ese mensaje. Desde entonces, cada noche, repaso esas palabras como si fueran un rezo maldito. Me llamo Carmen y Lucía es mi única hija. La crié sola en nuestro piso de Vallecas, desde que su padre, Antonio, decidió que la paternidad no era para él y desapareció como el humo de un cigarro mal apagado.

A veces me sorprendo hablando sola en la cocina, como si Lucía aún estuviera en su cuarto, con la puerta cerrada y la música indie retumbando en las paredes. Me descubro preparando dos cafés por costumbre, dejando uno en la mesa, esperando que ella salga y me mire con esos ojos grandes, llenos de reproche y ternura a partes iguales.

Pero no sale. No está. Y yo me quedo mirando el móvil, esperando una notificación que nunca llega.

—¿Por qué no le escribes tú? —me preguntó mi hermana Pilar hace unos meses, mientras pelábamos patatas para la tortilla.

—Porque me pidió que no lo hiciera —le respondí, sintiendo cómo se me encogía el estómago.

—Pero eres su madre, Carmen. Eso está por encima de todo.

¿Está? ¿De verdad? ¿O es solo una excusa para no enfrentarme a lo que pueda decirme si le escribo?

Lucía siempre fue una niña sensible, pero también rebelde. Cuando cumplió diecisiete años empezó a cambiar: salía más, discutía por todo, se encerraba horas con el móvil y apenas me dirigía la palabra. Yo intentaba acercarme, pero cada intento era un muro más alto. Recuerdo una noche especialmente dura:

—No entiendes nada, mamá. ¡Nada! —gritó, tirando la mochila al suelo.

—Solo quiero ayudarte, Lucía. No quiero que te pase nada malo.

—¡Déjame en paz! ¡No eres la única que sufre!

Me quedé helada. ¿Cómo podía decirme eso? ¿Acaso no veía todo lo que hacía por ella? Trabajaba de cajera en el supermercado del barrio, doblando turnos para pagarle los libros, las clases de inglés, las zapatillas caras que tanto quería… Pero nada era suficiente.

La gota que colmó el vaso fue cuando le prohibí salir con Sergio, un chico mayor que ella, con fama de meterse en líos. Aquella noche discutimos como nunca antes:

—No puedes controlarme siempre —me gritó Lucía, con lágrimas en los ojos.

—Solo quiero protegerte —le respondí yo, sintiendo cómo se me rompía el corazón.

Al día siguiente se fue de casa. Me dejó una nota en la mesa: “Necesito espacio. No me busques”.

Durante semanas recorrí Madrid buscándola: pregunté a sus amigas, fui a los bares donde solía ir, incluso hablé con Sergio. Nadie sabía nada o nadie quería decírmelo. La policía me dijo que no podían hacer nada porque era mayor de edad y se había ido voluntariamente.

El tiempo pasó y solo recibí aquel mensaje frío y definitivo: “No me busques. Necesito vivir a mi manera”.

Desde entonces mi vida es una rutina vacía: trabajo, casa, mirar el móvil, intentar dormir. A veces sueño que vuelve y me abraza como cuando era pequeña. Otras veces sueño que le pasa algo malo y me despierto empapada en sudor.

Mis amigas intentan animarme:

—Dale tiempo —me dice Marisa—. Los hijos siempre vuelven.

Pero yo no estoy tan segura. ¿Y si no vuelve? ¿Y si la he perdido para siempre?

La soledad es un monstruo silencioso. En España se habla mucho de la familia, del calor del hogar… pero nadie te prepara para cuando ese hogar se queda vacío y solo quedan los recuerdos flotando en el aire.

He pensado en ir a terapia, pero no me atrevo. Me da miedo enfrentarme a mis errores: ¿Fui demasiado dura? ¿Demasiado protectora? ¿Debería haberla dejado cometer sus propios errores?

A veces veo a chicas de su edad en el metro y me pregunto si alguna será amiga suya. O si alguien la habrá visto últimamente. Me he convertido en una sombra de mí misma, viviendo entre la culpa y la esperanza.

Hace unas semanas recibí una llamada desconocida. Mi corazón latió tan fuerte que pensé que iba a desmayarme.

—¿Lucía? —pregunté con voz temblorosa.

Pero era solo una teleoperadora ofreciéndome cambiar de compañía eléctrica.

Esa noche lloré como hacía tiempo que no lloraba. Me sentí ridícula y sola.

Hoy he vuelto a escribirle un mensaje: “Te echo de menos. Aquí estaré cuando quieras volver”. Lo borré antes de enviarlo. No quiero presionarla más. Pero tampoco quiero rendirme.

A veces pienso en Antonio, su padre. ¿Tendrá él remordimientos? ¿Pensará alguna vez en nosotras? Nunca volvió a llamarnos ni a preguntar por Lucía. Siempre pensé que yo sería diferente, que nunca abandonaría a mi hija…

Pero ahora siento que también la he perdido.

La vida sigue en Madrid: los vecinos discuten por el ascensor roto, los niños juegan en el parque bajo mi ventana, los jóvenes protestan por el alquiler imposible… Y yo sigo aquí, esperando un mensaje que quizás nunca llegue.

¿Debería buscarla? ¿O respetar su deseo de estar lejos? ¿Hasta dónde llega el amor de una madre antes de convertirse en egoísmo?

Quizás algún día Lucía entienda que todo lo hice por amor. O quizás nunca lo entienda. Pero aquí estaré, esperando.

¿Vosotros qué haríais en mi lugar? ¿Buscaríais a vuestra hija aunque os pidiera distancia? ¿O respetaríais su silencio aunque os parta el alma?