La fe que esconde mentiras: El secreto de mi marido tras las puertas de la iglesia
—¿Otra vez te vas a misa, Tomás? —le pregunté mientras me secaba las manos en el delantal, viendo cómo se ajustaba la chaqueta frente al espejo del recibidor.
Él ni siquiera me miró. —Sí, Carmen, ya sabes que desde Semana Santa siento que necesito estar más cerca de Dios.
Cerró la puerta tras de sí y el eco resonó en el pasillo como una sentencia. Me quedé allí, inmóvil, con el corazón encogido y la mente llena de preguntas. ¿Desde cuándo Tomás era tan devoto? Llevábamos juntos treinta años y jamás le había visto rezar ni para pedir que el Atleti ganara un partido.
Al principio, me sentí orgullosa. Pensé que, después de los cincuenta, uno empieza a buscar respuestas y consuelo en la fe. Yo misma había pasado por momentos de duda y soledad, sobre todo desde que los niños se fueron a estudiar fuera. Pero lo de Tomás era distinto. Cada día, a las 17:30 en punto, salía de casa con una puntualidad casi obsesiva. Volvía dos horas después, con el rostro sereno y una sonrisa forzada.
Una tarde, mientras recogía la mesa, mi hermana Lucía me llamó por teléfono.
—¿No te parece raro? —me dijo en voz baja—. El marido de la Pili también empezó así y al final resultó que tenía otra familia en Alcorcón.
Me reí para quitarle hierro al asunto, pero sus palabras se me quedaron clavadas como una espina. Esa noche, mientras Tomás roncaba a mi lado, no pude dormir. ¿Y si Lucía tenía razón? ¿Y si esa repentina devoción era solo una excusa?
Pasaron los días y mi inquietud crecía. Empecé a fijarme en pequeños detalles: Tomás se arreglaba más antes de salir, usaba colonia —la misma que llevaba años sin tocar— y siempre volvía con el móvil sin batería. Cuando le preguntaba por la homilía o el sermón del cura, respondía con evasivas.
Un viernes, decidí seguirle. Me sentí ridícula escondida tras las cortinas del salón, esperando a que saliera. Cuando lo hizo, cogí mi abrigo y bajé las escaleras con el corazón desbocado. Caminé a distancia prudente por las calles del barrio hasta verle entrar en la iglesia de San Isidro.
Esperé fuera unos minutos y luego entré sigilosamente. La iglesia estaba medio vacía; solo unas cuantas ancianas rezaban en los bancos delanteros. Pero Tomás no estaba entre ellas. Recorrí los pasillos con disimulo hasta que escuché risas apagadas procedentes de la sacristía.
Me acerqué despacio y vi la puerta entreabierta. Dentro, Tomás hablaba animadamente con una mujer rubia, mucho más joven que yo. Llevaba un vestido azul y una sonrisa radiante. No podía oír lo que decían, pero sus gestos eran demasiado familiares para ser inocentes.
Sentí cómo se me rompía algo por dentro. Salí corriendo antes de que me vieran y volví a casa temblando. Esa noche no dije nada. Preparé la cena como siempre y fingí que todo estaba bien.
Pero al día siguiente, no pude más.
—Tomás —le dije mientras desayunábamos—, ¿quién es la mujer rubia con la que hablas en la sacristía?
El café se le atragantó y me miró con los ojos muy abiertos.
—¿Me has seguido?
—¿Y tú qué crees? —respondí con voz temblorosa—. ¿De verdad pensabas que no me daría cuenta?
Se hizo un silencio espeso entre nosotros. Finalmente, Tomás suspiró y bajó la mirada.
—No es lo que piensas, Carmen…
—¿Ah, no? Entonces explícame qué hacías riéndote con ella mientras yo creía que rezabas por nosotros.
Tomás se levantó y empezó a pasear por la cocina como un animal enjaulado.
—Se llama Marta —dijo al fin—. Es voluntaria en Cáritas. Empecé a ayudarla con los papeles de los inmigrantes… Al principio solo hablábamos, pero luego…
No terminó la frase. No hacía falta.
Sentí rabia, tristeza y una humillación tan profunda que apenas podía respirar.
—¿Por qué no me lo dijiste? —susurré—. ¿Por qué mentirme así?
Tomás se sentó frente a mí y me tomó la mano.
—No quería hacerte daño. Me sentía vacío, perdido… Marta me escuchaba, me hacía sentir útil otra vez. No fue premeditado…
Las lágrimas me nublaron la vista. Pensé en todos los años juntos, en las Navidades en casa de mis padres, en los veranos en Benidorm con los niños pequeños corriendo por la playa… ¿Cómo habíamos llegado hasta aquí?
Durante semanas apenas nos hablamos. La casa se llenó de silencios incómodos y miradas esquivas. Los domingos seguía poniendo la mesa para dos aunque ninguno tuviera hambre.
Un día recibí un mensaje de mi hija Laura: “Mamá, ¿estáis bien? Papá está raro.”
No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que su padre había cambiado la fe por una mentira? ¿Que yo ya no sabía si quería salvar nuestro matrimonio o dejarlo atrás?
Finalmente, una tarde Tomás volvió antes de lo habitual. Se sentó a mi lado en el sofá y me miró con ojos cansados.
—Carmen —dijo—, quiero arreglarlo contigo. He dejado de ver a Marta. He hablado con el párroco y voy a dejar Cáritas por un tiempo… Solo quiero recuperar lo nuestro.
Le miré largo rato sin decir nada. No sabía si podía perdonarle, pero tampoco quería vivir anclada en el rencor.
Hoy escribo estas líneas mientras él prepara la cena en la cocina. No sé qué nos deparará el futuro ni si podré volver a confiar plenamente en él. Pero sí sé que las mentiras duelen más cuando vienen disfrazadas de buenas intenciones.
¿Es posible reconstruir lo roto cuando la confianza se ha ido? ¿O hay heridas que nunca terminan de cerrar?