Ahora que tengo 75 años y estoy sola: la vida que mi hija eligió lejos de mí
—Mamá, no puedo seguir viniendo todos los días. Tengo mi trabajo, los niños, y… —La voz de Lucía se quiebra al otro lado del teléfono. Yo aprieto el auricular con fuerza, como si así pudiera retenerla un poco más. El silencio se instala entre nosotras, pesado, incómodo. Finalmente, ella suspira—. Lo siento, de verdad.
Cuelgo despacio. El eco de su disculpa resuena en el pasillo vacío de mi piso en Chamberí. Me quedo sentada en la butaca del salón, mirando las fotos en la pared: Lucía con su uniforme del colegio, Lucía en la playa de Benidorm, Lucía el día de su boda. ¿En qué momento se fue todo tan lejos?
Recuerdo cuando la casa estaba llena de risas y carreras. Mi marido, Antonio, siempre decía que Lucía era nuestro sol. Ahora él ya no está y ella… bueno, ella tiene su propia vida. Me repito que es normal, que así es la vida. Pero el corazón no entiende de razones.
La televisión murmura de fondo, pero no presto atención. Me levanto despacio —las rodillas protestan— y voy a la cocina. Abro la nevera: un tupper con lentejas, una botella de agua, yogures caducados. Me obligo a comer algo, aunque no tenga hambre. No quiero preocupar a Lucía más de lo necesario.
Por la tarde, bajo al parque con mi bastón. Veo a otras mujeres de mi edad charlando en los bancos. Algunas están con sus nietos; otras, como yo, miran el reloj esperando que pase el tiempo. Me acerco a Carmen, una vecina del bloque.
—¿Qué tal, Mercedes? —me pregunta con una sonrisa amable.
—Aquí estamos —respondo—. ¿Y tú?
—Bien… Bueno, ya sabes. Los hijos van a lo suyo —dice encogiéndose de hombros.
Nos reímos con amargura. Hablamos del precio del pescado, de la última factura de la luz, de los achaques que nos van saliendo. Pero en el fondo todas compartimos la misma herida: ese hueco que dejan los hijos cuando se hacen mayores y ya no te necesitan.
Al volver a casa encuentro un mensaje de voz de Lucía: “Mamá, perdona por antes. Te quiero mucho. Mañana te llamo”. Sonrío triste. Sé que lo dice de corazón, pero también sé que mañana estará igual de ocupada.
Por la noche me cuesta dormir. Doy vueltas en la cama recordando cuando Lucía era pequeña y venía corriendo a meterse conmigo bajo las sábanas porque tenía miedo a la tormenta. Ahora soy yo quien teme a la oscuridad y al silencio.
A veces me pregunto si hice algo mal. ¿Fui demasiado exigente? ¿Le di demasiada libertad? ¿O simplemente es así como funciona el mundo ahora? Cuando era joven, mis padres vivían con nosotros hasta el final; ahora los mayores estorbamos.
Un día decido llamar yo a Lucía.
—Hola, mamá —contesta apresurada—. Estoy en el súper con los niños… ¿Puedo llamarte luego?
—Claro, hija —digo tragándome las ganas de pedirle que se quede un poco más al teléfono.
Cuelgo y me siento aún más sola. El teléfono es una cuerda floja entre nosotras: cada vez más tensa, cada vez más fina.
A la semana siguiente tengo cita en el centro de salud. Me acompaña Pilar, mi vecina del tercero. En la sala de espera veo a otras mujeres mayores solas como yo. Algunas hablan con las enfermeras; otras miran al vacío.
—¿No tienes familia? —me pregunta una señora mientras esperamos.
—Sí… pero están ocupados —respondo bajito.
Salgo del médico con una receta nueva y una sensación de vacío aún mayor. Camino despacio por la calle Fuencarral, viendo escaparates llenos de cosas que ya no necesito ni deseo.
Esa noche sueño con Antonio. Me habla desde el balcón del piso antiguo en Lavapiés:
—No estás sola, Merche —me dice—. Tienes que aprender a vivir para ti.
Me despierto llorando. ¿Vivir para mí? ¿A estas alturas?
Decido apuntarme a un taller de pintura en el centro cultural del barrio. Al principio me siento fuera de lugar entre tantas caras nuevas, pero poco a poco empiezo a disfrutarlo. Pinto paisajes: el Retiro en otoño, las calles mojadas después de la lluvia… A veces incluso me atrevo con algún retrato.
Un día Lucía viene a verme sin avisar.
—Mamá… —dice entrando al salón—. He estado pensando mucho en ti últimamente.
La miro sorprendida.
—Sé que no estoy tanto como debería —continúa—. Pero es que… entre el trabajo y los niños…
—Lo sé, hija —la interrumpo suavemente—. No quiero ser una carga para ti.
Lucía se sienta a mi lado y me toma la mano.
—No eres una carga —susurra—. Solo… no sé cómo hacerlo todo bien.
Nos quedamos así un rato largo, en silencio. Por primera vez en mucho tiempo siento que estamos juntas de verdad.
Después de ese día las cosas no cambian mucho: Lucía sigue ocupada y yo sigo sola muchas horas. Pero ahora tengo mis pinturas, mis paseos por el parque y alguna que otra charla con Carmen o Pilar.
A veces me pregunto si este es el destino de todas las madres: criar hijos para luego verlos marchar y aprender a vivir con ese hueco imposible de llenar.
¿Es egoísta querer más tiempo? ¿O simplemente humano?
¿Vosotros también sentís ese vacío cuando los hijos se van? ¿Cómo lo llenáis?