Entre lágrimas y pan dulce: La historia de Brygida en Ciudad de México

—¡Deja de quejarte y haz algo! —retumbó la voz de Doña Irma desde el otro lado de la puerta, tan fuerte que hasta los perros del patio se callaron. —¿Otra vez llorando, Brygida? ¡Te escucho a través de la pared! ¿Ahora qué pasó?

Me limpié las lágrimas con la manga del viejo batín azul que heredé de mi mamá y, a regañadientes, abrí la puerta. Doña Irma, con su cabello teñido de rojo y su bolsa repleta de pan dulce, me miraba con esa mezcla de fastidio y ternura que sólo las mujeres mayores del edificio saben mostrar.

—Es lo mismo de siempre, tía Irma… En el trabajo otra vez me gritaron. El jefe dice que no sirvo para nada, que siempre llego tarde, pero ¿cómo no voy a llegar tarde si el microbús tarda una eternidad y mi hijo se enferma cada semana?

Doña Irma entró sin pedir permiso, como si mi departamento fuera una extensión del suyo. Dejó la bolsa sobre la mesa y me empujó suavemente hacia una silla.

—Mira, hija, la vida no se arregla llorando. Si no te gusta tu trabajo, búscate otro. Si tu marido no te ayuda, mándalo a volar. Pero deja de hacerte la víctima porque nadie va a venir a rescatarte.

Sentí cómo se me apretaba el pecho. No era sólo el trabajo. Era todo: la soledad desde que mi esposo se fue con otra, la presión de mantener a mi hijo Emiliano, el miedo a no poder pagar la renta este mes. Y encima, la culpa por no ser la madre fuerte que él necesita.

—No es tan fácil, tía… —susurré—. A veces siento que me ahogo.

Ella me miró con esos ojos chiquitos pero filosos.

—¿Y crees que para mí fue fácil? Cuando llegué de Veracruz con tres chamacos y sin un peso, ¿crees que alguien me ayudó? No, Brygida. Una se levanta o se queda tirada. Tú decides.

Me sirvió un café y partió una concha en dos. El aroma del pan recién horneado me recordó los domingos en casa de mi abuela en Xalapa, cuando todavía creía que el mundo era seguro y los adultos sabían lo que hacían.

—¿Y Emiliano? —preguntó Irma—. ¿Ya desayunó?

Negué con la cabeza. Él seguía dormido, agotado por la fiebre de anoche. Me sentí aún peor por no tener fuerzas ni para prepararle un desayuno decente.

—Voy a hacerle un atole —dijo Irma—. Y tú te vas a bañar y a cambiar esa cara. Hoy mismo vas a buscar otro trabajo. Yo te ayudo con el niño.

No sé cómo lo hizo, pero en menos de media hora mi casa olía a canela y vainilla. Mientras me bañaba, escuchaba a Emiliano reírse con Irma en la cocina. Por primera vez en semanas sentí una chispa de esperanza.

Salí del baño y me miré al espejo: ojeras profundas, cabello desordenado, pero los ojos… esos ojos seguían vivos. Me puse mi blusa favorita —la roja con flores bordadas— y respiré hondo.

Tomé mi celular y empecé a buscar empleos en grupos de Facebook: «Se busca recepcionista», «Vendedora para tienda de abarrotes», «Ayudante general»… Todos pedían experiencia o buena presentación. Sentí el nudo en la garganta otra vez.

Irma entró al cuarto sin tocar.

—¿Ya encontraste algo?

—Nada bueno…

—¿Y qué esperabas? ¿Un puesto de gerente? Mira, aquí cerca abrieron una panadería nueva. Ve y pregunta. No pierdes nada.

Me resistí un poco más, pero al final salí rumbo a la panadería «La Esperanza» con mi currículum arrugado en la bolsa y el corazón latiendo como loco.

El dueño era Don Raúl, un hombre gordito con bigote canoso y voz amable.

—¿Tienes experiencia?

—Sé hacer café y atender gente —respondí nerviosa—. Y aprendo rápido.

Me miró de arriba abajo y suspiró.

—Bueno, necesitamos a alguien para el turno de la tarde. Es pesado, pero aquí todos somos familia. ¿Puedes empezar hoy?

Sentí ganas de llorar otra vez, pero esta vez era distinto: era alivio. Asentí y salí corriendo a casa para avisarle a Irma.

Esa tarde, mientras servía café y acomodaba pan dulce en las charolas, pensé en todo lo que había pasado. En las veces que quise rendirme, en las noches sin dormir por miedo al futuro. Pero también pensé en las mujeres como Irma, como mi abuela, como tantas otras que luchan cada día sin esperar aplausos ni milagros.

Al final del turno, Don Raúl me regaló una bolsa con pan para Emiliano.

—Aquí nadie se va con las manos vacías —me dijo guiñando un ojo.

Caminé a casa bajo la lluvia ligera, sintiendo el peso del cansancio pero también una extraña ligereza en el alma. Al llegar, Emiliano corrió a abrazarme y me contó cómo Irma le enseñó a hacer atole.

Esa noche cenamos juntos los tres. Entre risas y migajas de pan dulce, sentí por primera vez en mucho tiempo que todo podía estar bien.

A veces pienso en lo fácil que es perderse en la tristeza, en lo difícil que es pedir ayuda o aceptar que necesitamos cambiar. Pero también pienso en cómo un gesto pequeño —una concha compartida, una palabra dura pero honesta— puede ser el inicio de algo nuevo.

¿Será que todas llevamos dentro esa fuerza para levantarnos? ¿O sólo hace falta alguien que nos recuerde que todavía estamos vivas?