Cuando Mamá Volvió a Casa: El Peso de los Años y los Secretos No Dichos
—¿Por qué has puesto el lavavajillas si no está lleno? —La voz de mi madre retumbó en la cocina, cortando el silencio matutino como un cuchillo. Me giré, taza en mano, y la vi de pie junto a la puerta, con ese gesto de desaprobación tan suyo, tan familiar y tan agotador.
—Porque mañana no estaré en casa y prefiero dejarlo hecho —respondí, intentando mantener la calma. Pero por dentro hervía. Habían pasado solo tres semanas desde que mamá se mudó con nosotros, tras caerse en su piso de Lavapiés y asustarnos a todos. Tenía 75 años y, aunque insistía en que podía valerse por sí misma, la realidad era otra.
Al principio, pensé que sería bonito tenerla cerca. Mis hijos, Lucía y Mateo, estaban ilusionados con la idea de tener a la abuela en casa. Mi marido, Andrés, aunque siempre tan diplomático, me advirtió: “¿Estás segura de que es lo mejor para todos?” Yo le respondí que sí, convencida de que era lo correcto. Ahora, cada día me preguntaba si no me habría equivocado.
Mamá nunca fue fácil. De pequeña, yo vivía pendiente de sus cambios de humor, de sus silencios prolongados y sus críticas veladas. Mi padre se marchó cuando yo tenía diez años y desde entonces ella se volvió aún más dura, más exigente. Siempre decía que en esta vida nadie te regala nada y que había que ser fuerte. Yo aprendí a callar y a obedecer.
Ahora, con ella bajo mi techo, sentía que volvía a ser esa niña pequeña. Todo lo que hacía parecía estar mal: cómo cocinaba, cómo vestía a los niños, cómo organizaba la compra. Una mañana la encontré revisando mis cuentas del banco, “por si acaso te despistas”, dijo. Otra tarde le gritó a Lucía porque había dejado los zapatos en el salón.
Andrés llegaba tarde casi todos los días. Su trabajo en la consultora le absorbía y yo sabía que evitaba estar en casa para no tener que lidiar con las tensiones. Una noche, mientras cenábamos los cuatro —mamá, los niños y yo—, Lucía preguntó:
—Mamá, ¿por qué la abuela siempre está enfadada?
Me quedé helada. Mamá soltó un bufido y se levantó de la mesa sin decir palabra. Mateo bajó la cabeza y jugueteó con el tenedor. Sentí una punzada de culpa y rabia al mismo tiempo.
Esa noche, después de acostar a los niños, fui a buscarla a su habitación. La encontré sentada en la cama, mirando una foto antigua de papá.
—Mamá —dije suavemente—, ¿estás bien?
Ella no respondió al principio. Luego murmuró:
—No es fácil sentirse una carga.
Me senté a su lado. Por primera vez en mucho tiempo vi lágrimas en sus ojos.
—No eres una carga —mentí—. Solo… necesitamos tiempo para adaptarnos.
Ella asintió pero no me creyó. Yo tampoco me lo creía del todo.
Los días siguientes fueron una sucesión de pequeñas batallas: discusiones por la comida (“Eso no es paella, es arroz con cosas”), por la televisión (“¿Otra vez esos dibujos?”), por la temperatura del piso (“Aquí hace frío como en Burgos”). Empecé a evitar estar en casa. Me refugiaba en el trabajo o salía a pasear sola por el Retiro.
Un sábado por la tarde, mientras Andrés arreglaba algo en el coche y los niños jugaban en su habitación, mamá y yo nos quedamos solas en el salón. Ella tejía en silencio y yo hojeaba una revista sin leer realmente nada.
—¿Te arrepientes de haberme traído aquí? —preguntó de repente.
Me pilló desprevenida. Cerré la revista y la miré.
—No lo sé —admití—. Es más difícil de lo que pensaba.
Ella dejó las agujas sobre su regazo.
—Nunca fui buena madre —dijo—. Siempre pensé que si te exigía mucho te iría mejor en la vida.
Sentí un nudo en la garganta.
—A veces solo necesitaba que me abrazaras —susurré.
Nos quedamos calladas un rato largo. Por primera vez sentí que podía decirle lo que llevaba años guardando dentro.
—Me dolió mucho cuando papá se fue —continué—. Y tú… tú te volviste tan dura conmigo…
Ella suspiró.
—No sabía hacerlo mejor. Tenía miedo de perderte también.
Las lágrimas rodaron por mis mejillas. Mamá me tomó la mano con torpeza.
—Lo siento —dijo simplemente.
No resolvimos nada esa tarde, pero algo cambió entre nosotras. Empezamos a hablar más, aunque seguíamos discutiendo por tonterías. Andrés notó el cambio y volvió a cenar con nosotros alguna noche. Los niños aprendieron a esquivar los enfados de la abuela y hasta le cogieron cariño a su manera brusca de quererles.
Pero la convivencia seguía siendo difícil. Mamá tenía sus manías y yo las mías. A veces pensaba en buscarle una residencia, pero luego me sentía culpable solo de imaginarlo. En España todavía pesa mucho eso de “los padres son sagrados”, pero ¿a qué precio?
Una tarde cualquiera, mientras veía a mamá dormir en el sofá con Lucía acurrucada a su lado, me pregunté: ¿Hasta dónde llega nuestra obligación como hijas? ¿Cuánto estamos dispuestas a sacrificar por quienes nos dieron la vida? ¿Y quién cuida de nosotras cuando ya no podemos más?