Después de los sesenta: El reencuentro inesperado en la parada de autobús
—¿Todavía te gustan los libros de Tokarczuk?—. La voz, grave y familiar, me sacudió como un trueno en la tarde gris de Madrid. Me giré con brusquedad, el paraguas temblando entre mis manos. ¿Quién se atreve a interrumpir mi silencio, mi refugio de costumbres, en la parada del 27? Pero no era un desconocido. Era Pedro. Ese Pedro. El que me enseñó a leer poesía en la universidad, el que me besó por primera vez bajo la lluvia del Retiro, el que desapareció sin despedirse hace más de treinta años.
Sentí cómo mi corazón, tan acostumbrado a la calma de la rutina, se aceleraba como si tuviera veinte años menos. Pedro sonreía, con las arrugas marcando su rostro y el pelo canoso, pero sus ojos seguían siendo los mismos: intensos, curiosos, peligrosamente sinceros.
—¿Qué haces aquí?— pregunté, intentando que mi voz sonara firme. Pero tembló igual que mi paraguas.
—Vivo cerca. Te he visto varias veces, pero no me atrevía a saludarte. Hasta hoy.
No supe qué decir. Después de los sesenta, uno se acostumbra a que nadie le mire dos veces. A que los hijos llamen solo cuando necesitan algo. A que los amigos se vayan marchando poco a poco, como hojas en otoño. Me había convencido de que la soledad era mi escudo y mi castigo.
—¿Sigues leyendo tanto como antes?— insistió Pedro, acercándose un poco más.
—No tanto como quisiera —respondí, bajando la mirada—. La vida se ha vuelto más pequeña.
Pedro rió suavemente.
—¿Pequeña? ¿Tú? Si eras capaz de llenar una habitación solo con tus historias.
Me dolió ese recuerdo. Porque ya no era esa mujer. Ahora era Carmen, la viuda silenciosa, la madre distante de dos hijos que apenas veía: Lucía, que se fue a Barcelona tras una pelea absurda, y Álvaro, siempre ocupado con su despacho de abogados y su familia perfecta.
El autobús llegó y subimos en silencio. Pedro se sentó a mi lado sin pedir permiso. Sentí las miradas curiosas de los otros pasajeros: dos viejos conocidos compartiendo un banco gastado.
—¿Te acuerdas de aquel verano en Cádiz?— murmuró Pedro.
—No deberías hablarme así —le corté—. No después de tanto tiempo.
Pedro bajó la cabeza.
—Lo sé. Pero llevo años arrepintiéndome de cómo me fui. No supe decir adiós. No supe quedarme.
El autobús avanzaba lento por la Castellana. Afuera llovía con fuerza y las luces de los coches se reflejaban en los charcos como recuerdos borrosos.
—¿Por qué ahora? —pregunté casi en un susurro—. ¿Por qué volver después de treinta años?
Pedro suspiró.
—Porque nunca te olvidé. Porque cuando mi mujer murió hace dos años, pensé en ti cada día. Porque no quiero morirme sin pedirte perdón.
Sentí un nudo en la garganta. Recordé las noches en vela tras su marcha, el dolor sordo que me acompañó durante años y que intenté enterrar bajo montañas de libros y obligaciones familiares.
—No sé si puedo perdonarte —admití—. Me hiciste mucho daño.
Pedro asintió, aceptando el golpe sin defenderse.
—Lo sé. Pero tenía que intentarlo.
El autobús se detuvo cerca del parque donde solíamos pasear cuando éramos jóvenes. Pedro bajó primero y me ofreció la mano. Dudé unos segundos antes de aceptarla. Caminamos bajo la lluvia, en silencio, hasta un banco protegido por un viejo castaño.
—¿Cómo están tus hijos? —preguntó él con cautela.
Sentí una punzada amarga.
—Lucía no me habla desde hace años. Se fue tras una discusión tonta y no he sabido cómo acercarme. Álvaro está demasiado ocupado para su madre vieja y gruñona.
Pedro me miró con ternura.
—No eres ni vieja ni gruñona. Solo estás herida.
Me eché a llorar sin poder evitarlo. Lloré por Pedro, por Lucía, por Álvaro, por mí misma y por todos los silencios acumulados durante décadas.
Pedro me abrazó con cuidado, como si temiera romperme.
—Carmen —susurró—, aún estamos vivos. Aún podemos cambiar las cosas.
Me aparté un poco para mirarle a los ojos.
—¿Y si ya es tarde?
Pedro sonrió tristemente.
—Nunca es tarde mientras tengamos valor para intentarlo.
Nos quedamos allí sentados hasta que la lluvia cesó y el cielo empezó a aclararse sobre Madrid. Sentí una paz extraña, como si el simple hecho de hablar hubiera abierto una ventana en mi pecho cerrado durante años.
Esa noche llamé a Lucía. No contestó, pero le dejé un mensaje: “Hija, te echo de menos. ¿Podemos hablar?”. Después preparé una taza de té y abrí uno de mis libros favoritos de Tokarczuk. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que el futuro podía ser algo más que una repetición del pasado.
Me pregunto: ¿cuántas veces dejamos pasar la oportunidad de reconciliarnos por miedo o por orgullo? ¿Y si mañana ya no tenemos tiempo?