No Quiero Conformarme: La Historia de Cristina y el Valor de Decidir

—¡Benjamín! —grité desde el pasillo, con las bolsas del Mercadona a punto de romperse en mis manos—. ¿Puedes ayudarme, por favor?

Silencio. Ni un ruido, ni un paso apresurado, ni siquiera el sonido del televisor. Solo el eco de mi voz rebotando en las paredes de nuestro piso en Vallecas. Dejé caer las bolsas sobre la encimera con un suspiro tan profundo que sentí cómo me vaciaba por dentro. El reloj marcaba las nueve y cuarto. Había salido del trabajo a las siete, después de una jornada interminable en la gestoría donde llevaba tres años haciendo lo mismo: archivar papeles, atender llamadas de clientes malhumorados y fingir una sonrisa que ya no me salía natural.

Mientras guardaba los yogures y el pan de molde, sentí una punzada de rabia. No era solo por Benjamín —mi pareja desde hacía seis años—, que últimamente parecía vivir en su propio mundo, sino por mí misma. Por haberme convertido en esa persona que vuelve a casa cansada, que se traga las lágrimas en el metro y que se conforma con sobrevivir.

—¿Cristina? —escuché su voz al fin, asomando la cabeza desde el salón—. Perdona, estaba con los cascos puestos.

—No pasa nada —mentí, aunque mi tono me delataba.

Él volvió a desaparecer tras la puerta. Me apoyé en la encimera y cerré los ojos. ¿Esto era todo? ¿Trabajar para pagar facturas, discutir por tonterías y sentirme invisible incluso en mi propia casa?

Esa noche cenamos en silencio. Benjamín estaba absorto en su móvil y yo jugueteaba con la ensalada sin apetito. Al recoger los platos, exploté:

—¿Tú eres feliz con esto? —pregunté de golpe.

Él levantó la vista, sorprendido.

—¿Con qué?

—Con esta rutina. Con tu trabajo, conmigo… con todo.

Benjamín suspiró y se encogió de hombros.

—No sé… Supongo que sí. Es lo que toca, ¿no? Hay que pagar el alquiler.

Me mordí el labio para no gritarle que yo no quería conformarme con «lo que toca». Esa noche apenas dormí. Me pasé horas mirando el techo, recordando cómo soñaba de adolescente con ser periodista, viajar, escribir historias… ¿En qué momento había dejado de luchar por lo que quería?

Al día siguiente, en la oficina, todo me resultó aún más insoportable. El jefe, don Manuel, me pidió que revisara por tercera vez unos informes porque “no se fiaba del todo”. Mi compañera Lucía me miró con compasión cuando salí al baño a llorar en silencio. Al volver a mi mesa, abrí una pestaña nueva en el ordenador y busqué: “cómo dejar un trabajo sin volverse loca”.

Esa misma tarde llamé a mi madre. Sabía que no iba a entenderlo, pero necesitaba desahogarme.

—Mamá, creo que quiero dejar el trabajo —le solté sin anestesia.

—¿Pero tú estás loca? —me respondió enseguida—. Con la que está cayendo… ¿Y cómo vas a pagar el piso? ¿Y Benjamín qué dice?

—No lo sé… No se lo he contado aún.

—Cristina, hija, yo solo quiero lo mejor para ti. Pero hay que ser realista. La vida no es fácil.

Colgué sintiéndome aún más sola. Pero también más decidida. No podía seguir viviendo una vida prestada solo por miedo al qué dirán o a quedarme sin dinero.

Esa noche esperé a que Benjamín terminara de ver su serie para hablar con él.

—Benja… necesito decirte algo importante.

Me miró serio, como si intuyera lo que venía.

—Quiero dejar la gestoría. No puedo más. Me está matando por dentro.

Él se quedó callado unos segundos eternos.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Buscar otro trabajo igual?

—No… Quiero intentarlo con la escritura. Siempre quise ser periodista o escribir relatos…

Benjamín negó con la cabeza.

—Eso son sueños de cría, Cris. Hay que ser prácticos.

Sentí cómo se me rompía algo por dentro. Pero esta vez no lloré. Me levanté y fui al dormitorio. Esa noche dormimos espalda contra espalda.

Los días siguientes fueron un infierno: discusiones constantes con Benjamín (“no puedes dejarme toda la carga”, “esto es una locura”), llamadas de mi madre (“piénsatelo bien”, “no seas egoísta”), mensajes de Lucía (“yo también estoy harta, pero no me atrevo”).

Pero también empecé a escribir. Por las noches, cuando todos dormían o estaban distraídos con sus pantallas, yo llenaba páginas y páginas con historias sobre mujeres como yo: cansadas pero valientes, asustadas pero decididas a cambiar su destino.

Un día envié uno de mis relatos a una revista digital pequeña de Madrid. No esperaba nada, pero dos semanas después recibí un correo: querían publicarlo y me ofrecían colaborar regularmente (pagando poco, sí, pero pagando). Lloré de alegría como hacía años que no lloraba.

Cuando se lo conté a Benjamín, solo murmuró un “enhorabuena” sin mirarme a los ojos. Supe entonces que algo se había roto entre nosotros. Pero por primera vez en mucho tiempo sentí orgullo de mí misma.

Poco después tomé la decisión definitiva: dejé la gestoría. Mi madre dejó de hablarme durante semanas (“ya madurarás”, me decía mi padre al teléfono), Benjamín y yo nos distanciamos hasta que finalmente me fui del piso compartido y busqué una habitación pequeña cerca del centro.

No fue fácil: hubo noches de miedo, días sin apenas dinero para comer y muchas dudas (“¿y si me equivoco?”, “¿y si nunca consigo vivir de esto?”). Pero también hubo momentos mágicos: lectores escribiéndome para decirme que mis relatos les ayudaban a no sentirse solas; cafés con otras escritoras; paseos por Madrid sintiéndome libre aunque tuviera los bolsillos vacíos.

Ahora escribo estas líneas sentada en una cafetería ruidosa de Lavapiés. No tengo certezas ni seguridad económica, pero tengo algo mucho más valioso: la sensación de estar viviendo mi propia vida y no la que otros esperaban de mí.

A veces me pregunto: ¿cuántas Cristinas hay ahí fuera aguantando trabajos que odian solo por miedo? ¿Cuándo fue la última vez que os preguntasteis si sois realmente felices o solo estáis sobreviviendo?