La última promesa de mi hermano: Un adiós en el río Tajo

—¡Lucía, mira cómo salto! —gritó Álvaro desde la roca más alta, con esa sonrisa traviesa que siempre me sacaba de quicio y, a la vez, me enternecía.

—¡Ten cuidado, por favor! —le respondí, intentando sonar firme, aunque sabía que él nunca me hacía caso. Era el menor, el valiente, el que siempre buscaba impresionar a sus amigos y a mí. Ese día de julio, el calor apretaba en Toledo y el río Tajo era nuestro refugio secreto, lejos de los gritos de mamá y las discusiones eternas de papá sobre el dinero y la vida que nunca parecía suficiente.

Álvaro se lanzó al agua con un grito de guerra. Sus amigos, Sergio y Marta, aplaudieron desde la orilla. Yo me senté en la toalla, fingiendo leer una novela mientras no le quitaba ojo de encima. Había algo en el aire ese día, una inquietud que no supe nombrar hasta que fue demasiado tarde.

—¡Lucía! —me llamó cuando salió del agua, empapado y feliz—. Cuando llegue a casa te llamo para que no te preocupes, ¿vale? Mamá se va a enfadar si llego tarde otra vez.

—Prométemelo —le pedí, medio en broma, medio en serio.

—Te lo prometo —dijo, levantando la mano como si jurara ante un juez.

No sabía que esa sería la última promesa que me haría.

El sol empezó a bajar y yo recogí mis cosas. Álvaro quería quedarse un rato más con sus amigos. Dudé, pero al final cedí. «No tardes», le advertí. Caminé a casa con el corazón inquieto y la cabeza llena de pensamientos: los exámenes finales, la beca que soñaba conseguir para irme a Madrid, el miedo a dejar atrás a mi familia rota.

Esa noche, mamá preguntó por Álvaro. «Estará con Sergio», mentí. Papá ni levantó la vista del televisor. La tensión flotaba como siempre: facturas sin pagar, silencios largos y miradas cansadas. Me encerré en mi cuarto esperando el mensaje de mi hermano. Pasaron las horas y nada. Llamé a su móvil una vez, dos veces… hasta perder la cuenta.

A medianoche, sonó el teléfono fijo. Era Marta, llorando. «Lucía… Álvaro… no lo encontramos… se lo ha llevado la corriente…». El mundo se detuvo. Grité. Mamá se desmoronó en mis brazos. Papá salió corriendo sin decir palabra.

Las siguientes horas fueron un torbellino: sirenas, linternas buscando entre los juncos, vecinos murmurando en la calle. Yo solo podía pensar en su promesa: «Te llamo cuando llegue». No llegó nunca.

El cuerpo de Álvaro apareció al amanecer, atrapado entre las ramas bajo el puente viejo. Tenía los ojos cerrados y una expresión serena, como si aún soñara con aventuras imposibles. Mamá gritó hasta quedarse sin voz. Papá se arrodilló junto al agua y lloró por primera vez en mi vida.

El pueblo entero vino al funeral. Todos tenían una historia sobre Álvaro: cómo ayudaba a los mayores con las bolsas de la compra, cómo hacía reír a los niños pequeños en la plaza. Yo solo podía recordar su voz: «Te lo prometo».

Después vino el silencio. Mamá dejó de cocinar sus platos favoritos. Papá se encerró en sí mismo aún más. Yo me convertí en la sombra de lo que era: culpable por haberle dejado quedarse, por no haber insistido más, por no haber estado allí cuando me necesitó.

Una tarde encontré su cuaderno de dibujos bajo su cama. Había una página dedicada a mí: «Para Lucía, mi hermana mayor y mi heroína». Lloré hasta quedarme dormida abrazada a ese cuaderno.

Los meses pasaron y la vida siguió como pudo. El río Tajo seguía fluyendo, indiferente a nuestro dolor. A veces veía a los amigos de Álvaro sentados en la orilla, callados, mirando el agua como si esperaran verle salir nadando otra vez.

Un día mamá me abrazó fuerte y me susurró: «No fue tu culpa». Pero yo no podía perdonarme tan fácilmente.

Ahora estudio en Madrid, como siempre soñé, pero cada vez que vuelvo a Toledo paso por el puente viejo y dejo una flor blanca en el agua para Álvaro. Sigo escuchando su voz en mis sueños: «Te lo prometo».

¿Alguna vez podremos dejar atrás la culpa? ¿O estamos condenados a vivir con las promesas rotas de quienes amamos? ¿Vosotros también habéis sentido ese peso alguna vez?