El número olvidado: una llamada desde el pasado

—¿María? ¿Eres tú? —La voz al otro lado del teléfono sonó tan familiar que sentí cómo se me encogía el estómago. No podía ser. Treinta y dos años después, y aún reconocía mi nombre como si lo hubiera pronunciado ayer.

No sé qué me impulsó a marcar ese número. Lo encontré garabateado en la última página de un calendario de 1991, mientras limpiaba el trastero de casa de mi madre en Salamanca. Andrés. El primer amor, el que me prometió la luna en la plaza Mayor, el que desapareció una mañana de septiembre sin más explicación que una carta breve: «No puedo quedarme».

—Justo estaba pensando en ti —añadió, y sentí que el suelo se abría bajo mis pies.

Por un momento no supe si reír o llorar. Mi marido, Fernando, estaba en la cocina preparando la cena. Mis hijos, Lucía y Pablo, discutían por el mando de la tele. Y yo, con el teléfono temblando entre los dedos, sentía que tenía veinte años otra vez.

—¿Andrés? ¿De verdad eres tú? —susurré.

—Claro que sí. ¿Cómo has estado todos estos años?

No supe qué responder. ¿Cómo resumir tres décadas de vida, de rutinas, de sueños cumplidos y otros tantos olvidados? ¿Cómo decirle que a veces, cuando la casa está en silencio y la lluvia golpea los cristales, aún pienso en aquella última noche en el puente romano?

Quedamos en vernos. No sé cómo ni por qué acepté. Quizá porque necesitaba comprobar que era real, que no era solo una voz en mi cabeza. Nos citamos en un café discreto cerca de la estación de trenes, donde nadie pudiera reconocernos.

Cuando entré, él ya estaba allí. El tiempo había dejado huellas en su rostro, pero sus ojos seguían siendo los mismos: intensos, llenos de preguntas sin respuesta.

—Estás igual —me dijo sonriendo.

Mentira piadosa. Yo también veía las arrugas, el cansancio acumulado. Pero en ese momento no importaba. Nos abrazamos torpemente, como dos adolescentes que no saben qué hacer con las manos.

—¿Por qué te fuiste? —pregunté al fin, incapaz de contenerme.

Andrés bajó la mirada. —Mi padre enfermó. Tenía que ayudarle con el negocio familiar en Zamora. Pensé que volvería pronto, pero la vida se complicó… y luego supe que te habías casado.

Sentí una punzada de rabia y tristeza. ¿Por qué nunca me lo dijo? ¿Por qué dejó que me desangrara en silencio durante meses?

—Te busqué —susurró—. Pero ya era tarde.

Hablamos durante horas. De nuestras vidas, nuestros hijos, nuestros miedos. Descubrí que Andrés estaba divorciado desde hacía años y vivía solo con un perro viejo llamado Curro. Me contó que a veces paseaba por Salamanca solo para recordar aquellos días en los que todo parecía posible.

Cuando volví a casa esa noche, Fernando me esperaba despierto.

—¿Dónde has estado? —preguntó con voz tensa.

Mentí. Dije que había ido a ver a una amiga del instituto. Pero él no me creyó. Me miró largo rato antes de apagar la luz y darme la espalda en la cama.

Los días siguientes fueron una tortura. Andrés me escribía mensajes cortos: «¿Te acuerdas de aquel verano en La Alberca?», «He pasado por tu calle». Yo respondía con cautela, temiendo que Fernando descubriera algo.

Una tarde, mientras preparaba la merienda para Lucía, Fernando entró en la cocina con el móvil en la mano.

—¿Quién es Andrés? —preguntó sin rodeos.

Sentí cómo se me helaba la sangre. No podía seguir mintiendo.

—Es… alguien del pasado —admití—. Solo hemos hablado un par de veces.

Fernando me miró con una mezcla de dolor y furia contenida.

—¿Y por qué ahora? ¿Qué te falta aquí?

No supe qué responderle. ¿Qué me faltaba? ¿Era solo nostalgia o algo más profundo? ¿Era justo arriesgar todo lo que habíamos construido por un fantasma del pasado?

Las semanas pasaron y la tensión creció en casa. Mis hijos notaban el ambiente raro; Lucía dejó de contarme sus cosas y Pablo apenas salía de su cuarto. Fernando se volvió distante, casi frío.

Andrés insistía en vernos otra vez. Decía que no podía dejar pasar esta segunda oportunidad, que quizás el destino nos estaba dando una señal.

Una tarde lluviosa decidí ir a verle por última vez. Nos encontramos junto al río Tormes, bajo un cielo gris plomizo.

—No puedo seguir así —le dije—. Tengo una familia, una vida hecha…

Andrés asintió con tristeza.

—Lo entiendo. Pero prométeme una cosa: no te olvides de ti misma otra vez. No sacrifiques tu felicidad solo por miedo o costumbre.

Nos despedimos con un abrazo largo y silencioso. Sentí que cerraba una puerta, pero también que abría una ventana para dejar entrar aire nuevo en mi vida.

Esa noche hablé con Fernando. Le conté todo: mis dudas, mis miedos, mi necesidad de sentirme viva otra vez.

Lloramos juntos. Por lo perdido, por lo callado tantos años. Decidimos darnos otra oportunidad, pero esta vez sin secretos ni silencios incómodos.

A veces pienso en Andrés y me pregunto qué habría pasado si hubiera elegido otro camino. Pero también sé que mirar atrás no cambia el presente; solo nos enseña a valorar lo que tenemos y a no dejar nunca de buscar nuestra propia felicidad.

¿Vosotros habríais hecho lo mismo? ¿Hasta dónde seríais capaces de llegar por un amor del pasado?