El jueves que rompió mi familia: «Mis padres decidieron dejarle la casa de la abuela solo a mi hermano»
—¿Cómo que toda la casa será para Luis? —pregunté, con la voz temblorosa, mientras el reloj del salón marcaba las diez y media de la noche. Mi madre, sentada en el sofá, evitó mi mirada. Mi padre se aclaró la garganta y, sin levantar los ojos del vaso de agua, murmuró:
—Es lo mejor para todos, Marta. Luis tiene familia, hijos… Tú ya tienes tu piso en Madrid.
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. El salón olía a colonia de lavanda y a las croquetas que la abuela solía freír los jueves. Todo era tan familiar y, de repente, tan ajeno. Mi hermano Luis, sentado a mi lado, no dijo nada. Solo apretó los labios y bajó la cabeza.
Durante años, cuidé de la abuela Carmen. Fui yo quien la llevaba al centro de salud, quien le leía el periódico cuando ya no podía ver bien, quien pasaba las tardes de domingo escuchando sus historias sobre la guerra y el hambre. Luis venía a verla en Navidad y poco más. Pero ahora, por tener hijos y vivir en el pueblo, mis padres decidían que él merecía la casa.
—No es justo —susurré—. Yo también soy su nieta. He estado aquí siempre.
Mi madre se levantó y me abrazó, pero sentí su abrazo frío, como si quisiera consolarme por una herida que ella misma había causado.
—Marta, hija… No es cuestión de justicia. Es cuestión de futuro. Tú tienes tu vida hecha.
Me aparté. Miré las fotos familiares en la pared: mi comunión, las vacaciones en Benidorm, la boda de Luis. Todo parecía tan lejano ahora. Recordé las noches en vela cuando la abuela tenía fiebre y yo le cambiaba las compresas. Recordé cómo me cogía la mano y me decía: «Eres mi alegría».
Luis por fin habló:
—Marta, entiéndelo… Yo tengo que cuidar de mis hijos. La casa es grande, podríamos arreglarla y vivir todos juntos.
—¿Y yo? ¿No tengo derecho ni a una habitación? —pregunté, sintiendo cómo se me quebraba la voz.
Mi padre suspiró:
—No queremos peleas. La abuela siempre quiso que estuviéramos unidos.
Pero ¿qué unión podía haber después de esto? Salí al patio y respiré el aire frío de abril. Las luces del pueblo titilaban a lo lejos. Pensé en llamar a mi tía Pilar, pero sabía que ella siempre había apoyado a Luis. Me sentí sola, traicionada por los míos.
Esa noche no dormí. Di vueltas en la cama recordando cada momento con mi abuela: sus manos arrugadas, su risa cuando le contaba mis problemas del trabajo, su manera de decir «la familia es lo más importante». ¿De verdad lo era? ¿O solo cuando convenía?
Al día siguiente, fui a ver a mi abuela al geriátrico. Me recibió con una sonrisa cansada.
—¿Qué te pasa, Martita? Tienes mala cara.
No pude evitarlo y rompí a llorar.
—Abuela… Van a darle tu casa solo a Luis. Dicen que es lo mejor para todos.
Ella me acarició el pelo con ternura.
—Ay, hija… Las casas son solo paredes. Lo importante es el cariño que nos tenemos.
Pero yo sentía que esas paredes eran parte de mí, de mi infancia, de todo lo que había construido junto a ella.
Las semanas pasaron y la tensión en casa crecía. Mi madre intentaba hacer como si nada hubiera pasado; me llamaba para preguntarme por el trabajo o para invitarme a comer los domingos. Yo iba, pero ya no era igual. Luis evitaba mirarme a los ojos.
Un día, durante una comida familiar, exploté:
—¿De verdad pensáis que esto es justo? ¿Que porque Luis tenga hijos merece más que yo?
Mi padre se levantó bruscamente:
—¡Basta ya! No vamos a discutir más por esto. La decisión está tomada.
Me marché antes del postre. Caminé sola por las calles del pueblo, sintiendo las miradas curiosas de los vecinos desde los balcones. Sabía que pronto todos hablarían: «La Marta está enfadada porque no le han dado la casa».
Empecé a dudar de mí misma. ¿Era egoísta por querer una parte? ¿O era simplemente humana?
Una tarde recibí un mensaje de mi prima Lucía:
—He oído lo de la casa… Si necesitas hablar, aquí estoy.
Quedamos en una cafetería del centro. Le conté todo entre lágrimas y rabia contenida.
—No eres egoísta —me dijo—. Solo quieres que te reconozcan lo que has hecho por la abuela. Eso es justo.
Sus palabras me dieron fuerzas para enfrentarme a mis padres una vez más.
—No quiero pelear —les dije—. Pero tampoco quiero sentirme invisible en esta familia.
Mi madre lloró. Mi padre se encerró en su despacho. Luis me escribió un mensaje esa noche:
—Lo siento, Marta. No sabía que te dolía tanto.
Le respondí:
—Solo quiero sentir que también pertenezco a esta familia.
Ahora han pasado meses desde aquel jueves fatídico. La casa sigue siendo tema tabú en las comidas familiares. Yo sigo visitando a la abuela cada semana; ella ya apenas me reconoce, pero cuando me sonríe siento que todo lo demás da igual.
A veces me pregunto si hice bien en luchar o si debería haber aceptado las cosas como son. ¿De verdad la familia está por encima de la justicia? ¿O solo nos lo decimos para no enfrentarnos al dolor?