Cuando el silencio grita más fuerte que las palabras: La historia de Patricia y Alejandro
—¿Otra vez llegas tarde, Alejandro? —mi voz tembló, aunque intenté sonar firme. El reloj de la cocina marcaba las diez y media y la cena, fría sobre la mesa, era el reflejo exacto de lo que sentía por dentro.
Alejandro dejó caer las llaves en el cuenco de cerámica, ese que nos regaló mi madre cuando nos mudamos juntos a este piso en Chamberí. Ni siquiera me miró. —No empieces, Patricia. He tenido un día horrible en el trabajo.
No empieces. Esa frase, tan corta, tan afilada, se había convertido en el telón de fondo de nuestras noches. Antes, cuando discutíamos, al menos había pasión. Ahora solo quedaba un cansancio viscoso, como si cada palabra pesara toneladas.
Me senté frente a él, observando cómo removía la comida sin ganas. —¿Te has dado cuenta de que ya no hablamos? —pregunté, casi en un susurro.
—¿Para qué? Siempre acabamos igual —respondió sin levantar la vista.
Ahí estaba otra de esas frases. «Siempre acabamos igual.» Como si nuestra historia fuera un disco rayado, condenado a repetir los mismos errores una y otra vez. Me pregunté cuándo habíamos dejado de ser Patricia y Alejandro para convertirnos en dos desconocidos compartiendo techo y facturas.
Recuerdo cuando nos conocimos en la universidad Complutense. Él estudiaba Derecho y yo Filología Hispánica. Nos enamoramos entre cafés en el Gijón y paseos por el Retiro. Juramos que nunca seríamos como esos matrimonios amargados que veíamos en las terrazas, mirándose con hastío. Qué ironía.
—¿Vas a estar así toda la noche? —me espetó de repente—. Si quieres discutir, hazlo tú sola. Yo estoy cansado.
Me mordí el labio para no llorar. «Hazlo tú sola.» Otra puñalada. ¿Cuándo se había vuelto tan fácil para él apartarme? ¿En qué momento dejamos de luchar juntos?
Los días siguientes fueron una sucesión de silencios incómodos y frases hechas. «No tengo tiempo para esto.» «No es tan grave.» «Siempre exageras.» Cada una era un ladrillo más en el muro que nos separaba.
Una tarde, mientras doblaba la ropa en la habitación de nuestra hija Lucía, escuché cómo Alejandro hablaba por teléfono en el salón:
—No sé cuánto más puedo aguantar así, mamá. Siento que todo lo que hago está mal para Patricia.
Me quedé helada. No por lo que decía, sino porque ni siquiera tenía fuerzas para decírmelo a la cara. Me senté en la cama y miré las fotos familiares sobre la cómoda: Lucía con su uniforme del colegio público, nosotros sonriendo en la playa de San Sebastián el verano pasado… ¿Dónde estaba esa familia ahora?
Esa noche intenté hablar con él. —Alejandro, ¿crees que deberíamos ir a terapia? No quiero que Lucía crezca viendo cómo nos destruimos poco a poco.
Él suspiró, cansado. —¿Para qué? Ya nada va a cambiar entre nosotros.
Y ahí estuvo la frase definitiva: «Ya nada va a cambiar entre nosotros.» Sentí que me arrancaban el corazón del pecho. No era solo resignación; era el final de una esperanza.
Las semanas pasaron y los reproches se volvieron rutina. Mi madre me llamaba cada día para preguntarme si todo iba bien. Yo mentía: «Sí, mamá, solo estamos un poco estresados.» Pero ella lo intuía; las madres siempre saben cuándo sus hijas están rotas por dentro.
Un sábado por la mañana, mientras preparaba churros para Lucía, ella me miró con esos ojos grandes e inocentes:
—Mamá, ¿por qué papá ya no se ríe contigo?
No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle a una niña de siete años que el amor a veces se apaga sin motivo aparente? Que los adultos también tienen miedo y se equivocan.
Esa pregunta me persiguió todo el día. Por la noche, cuando Lucía dormía, me acerqué a Alejandro en el salón:
—¿De verdad quieres seguir así? ¿No crees que merecemos algo mejor?
Él apagó la tele y me miró por fin a los ojos. —No sé si puedo seguir fingiendo que todo está bien, Patricia.
Nos quedamos en silencio largo rato. Por primera vez en meses, sentí que compartíamos algo: el dolor de saber que habíamos fracasado.
Al día siguiente, le propuse separarnos un tiempo. No hubo gritos ni lágrimas; solo una tristeza tranquila, resignada. Decidimos decírselo juntos a Lucía y buscar ayuda profesional para gestionar la situación.
Ahora escribo esto desde el pequeño piso al que me he mudado con mi hija. Echo de menos muchas cosas: los desayunos tranquilos del domingo, las bromas tontas antes de dormir… Pero sobre todo echo de menos a la Patricia que creía que el amor podía con todo.
A veces me pregunto si podríamos haber hecho algo diferente o si estábamos destinados a rompernos desde el principio. ¿Cuántas veces escuchamos esas frases sin darnos cuenta del daño que hacían? ¿Cuántas parejas estarán ahora mismo repitiendo este mismo diálogo en algún rincón de España?
¿De verdad basta con querer para salvar un matrimonio? ¿O hay palabras que, una vez dichas, ya no tienen vuelta atrás?