“Haz la compra tú mismo y cocina, ya no te mantendré más”: El día que mi matrimonio se rompió
—Haz la compra tú mismo y cocina, ya no te mantendré más.
La frase salió de mi boca como un disparo, seca y cortante, rebotando en las paredes de la cocina. Mi marido, Tomás, se quedó quieto, con la bolsa del pan aún en la mano, mirándome como si no entendiera el idioma. Era jueves por la noche, la televisión murmuraba de fondo el parte del tiempo, y yo sentía que el aire se había vuelto irrespirable.
—¿Qué dices, Carmen? —preguntó él, con esa voz cansada que últimamente usaba para todo.
—Que estoy harta. Que no puedo más. Que si quieres cenar, te lo prepares tú. Y si quieres comer mañana, también. No soy tu madre ni tu criada.
Me temblaban las manos mientras recogía los platos sucios. Llevaba años tragando silencios, años de rutinas que me asfixiaban: levantarme antes que nadie para preparar los desayunos, hacer la compra después del trabajo, pensar en las cenas, lavar la ropa de todos… Y Tomás, siempre sentado en el sofá, con el mando en la mano y una queja en los labios.
—No empieces otra vez —dijo él, dejando caer la bolsa sobre la mesa—. ¿Qué te pasa ahora?
—¿Que qué me pasa? —sentí cómo se me quebraba la voz—. Me pasa que estoy cansada de ser invisible. De que nadie valore lo que hago. De que tú vengas del trabajo y te creas con derecho a que todo esté hecho. ¿Sabes cuántos años llevo así?
Él no respondió. Se sentó y encendió un cigarro, como si eso fuera a protegerlo de mis palabras. Yo seguí hablando, porque si paraba ahora, sabía que nunca más tendría fuerzas para decirlo todo.
—¿Te acuerdas de cuando éramos novios? —le pregunté—. Salíamos a pasear por el Retiro, hacíamos planes… Ahora solo hablamos para discutir o para ver quién pone la lavadora. ¿Eso es lo que querías para tu vida?
Tomás me miró por fin. Tenía los ojos rojos y una arruga nueva en la frente.
—No eres justa —susurró—. Yo también trabajo mucho.
—Sí, pero solo fuera de casa. Aquí dentro parece que las cosas se hacen solas. ¿Sabes lo que es llegar a casa después de ocho horas en la oficina y tener que ponerme a limpiar porque nadie más lo hace? ¿Sabes lo que es sentirte sola aunque estés acompañada?
Me senté frente a él, agotada. La cocina olía a detergente y a tristeza.
—¿Y los niños? —preguntó entonces, como si buscara un refugio en ellos.
—Los niños ya no son tan niños. Lucía tiene diecisiete años y apenas me habla. Sergio está todo el día encerrado en su cuarto con los videojuegos. ¿Te has dado cuenta de que tampoco te buscan a ti? Esta casa es un hotel para todos menos para mí.
Tomás apagó el cigarro y se frotó la cara con las manos.
—No sé qué quieres que haga —dijo al fin.
—Que cambies —respondí sin dudar—. Que te impliques. Que seas mi compañero y no otro hijo más al que cuidar.
El silencio se hizo espeso entre nosotros. Pensé en mi madre, en cómo siempre me decía: “Carmen, una mujer tiene que saber llevar su casa”. Pero nadie me enseñó a llevar mi propia vida sin perderme por el camino.
Esa noche dormí en el sofá. Escuché a Tomás moverse por el pasillo, abrir la nevera, suspirar… Por primera vez en veinte años, no sentí culpa por ponerme a mí misma por delante.
Al día siguiente, Tomás intentó hacer café y quemó la cafetera. Me preguntó dónde estaba el azúcar y le respondí: “Donde siempre”. Lucía salió corriendo al instituto sin despedirse; Sergio ni siquiera bajó a desayunar. Yo me fui al trabajo con un nudo en el estómago y una extraña sensación de libertad.
Durante semanas vivimos como dos extraños bajo el mismo techo. Tomás empezó a hacer la compra: llegaba con bolsas llenas de cosas inútiles o repetidas —tres paquetes de arroz pero sin leche ni huevos—. Un día me preguntó cómo se hacía una tortilla de patatas y le di la receta escrita en un papel.
En el trabajo mis compañeras notaron el cambio. Pilar me invitó a tomar café y me preguntó si estaba bien.
—No sé —le dije—. Siento que he estado viviendo para los demás y ahora no sé quién soy yo.
Ella asintió con comprensión.
—A veces hay que romper algo para poder reconstruirlo —me dijo.
En casa, Lucía empezó a quedarse más tiempo conmigo en la cocina. Un día me ayudó a preparar una ensalada y me preguntó si estaba enfadada con papá.
—No estoy enfadada —le respondí—. Solo estoy cansada de hacer todo sola.
Ella bajó la mirada y murmuró:
—Yo tampoco quiero que todo siga igual.
Sergio tardó más en reaccionar. Pero una tarde entró en el salón mientras yo veía una película y se sentó a mi lado sin decir nada. Después de un rato, me abrazó por sorpresa.
Tomás fue cambiando poco a poco. Empezó a preguntar cómo podía ayudar; dejó de esperar que todo estuviera hecho cuando llegaba a casa. Hubo días malos: discusiones por tonterías, silencios incómodos… Pero también hubo pequeños gestos: una cena preparada entre los dos, una tarde viendo fotos antiguas, una conversación sincera sobre lo que cada uno necesitaba.
No sé si nuestro matrimonio volverá a ser como antes. Quizá nunca lo fue realmente. Pero ahora siento que tengo voz; que puedo decir “no” sin miedo; que merezco algo más que ser la sombra de todos.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres viven así, callando por miedo al conflicto? ¿Dónde está el límite entre amar y desaparecer? ¿Y vosotros? ¿Os habéis sentido alguna vez así?