La verdad sobre mi hermano: Una noche en la que todo cambió
—¿Por qué me haces esto ahora, Lucía? —La voz de mi madre temblaba, apenas un susurro en la penumbra del salón.
No podía dejar de mirar el móvil. El mensaje seguía ahí, brillando en la pantalla como una herida abierta: “Sé lo que tu hermano hizo. Si quieres la verdad, ven esta noche al parque de la Alhóndiga. No vengas sola.”
Mi corazón latía tan fuerte que temía que todos en casa pudieran oírlo. Mi padre, sentado en su sillón de siempre, fingía leer el periódico, pero sus manos temblaban. Mi hermano Sergio, el centro de todo este huracán, no estaba. Había salido temprano y no había vuelto. Mamá me miraba con esos ojos grandes y oscuros que siempre parecían saberlo todo, pero esta vez estaban llenos de miedo.
—No lo entiendo, mamá. ¿Por qué nadie me dice nada? —Mi voz se quebró. Tenía veintiséis años y, aun así, sentía que seguía siendo la niña a la que le ocultaban las cosas para protegerla.
Ella suspiró y se levantó despacio, como si le pesara el mundo entero sobre los hombros.
—Hay cosas que es mejor no remover, Lucía. Cosas que pueden destrozar una familia.
Pero yo ya no podía parar. El mensaje había encendido algo dentro de mí, una mezcla de rabia y miedo. ¿Qué podía haber hecho Sergio? Él siempre había sido el hijo perfecto: buenas notas, trabajo fijo en la gestoría de nuestro tío, novio ejemplar de Marta desde el instituto. Yo era la que había dado problemas: carreras cambiadas, novios imposibles, trabajos temporales.
Salí de casa antes de que pudiera arrepentirme. La noche madrileña estaba húmeda y fría. Caminé deprisa hasta el parque de la Alhóndiga, mirando a todos lados. No sabía si tenía más miedo de lo que iba a descubrir o de quién me lo iba a contar.
En un banco bajo una farola rota vi a una mujer. No era mucho mayor que yo, pero sus ojos tenían algo roto. Cuando me acerqué, se levantó y me miró con una mezcla de vergüenza y desafío.
—¿Eres Lucía? —asentí—. Me llamo Carmen. Necesito contarte algo sobre Sergio.
Me senté a su lado, las manos heladas. Carmen sacó una foto arrugada del bolso y me la tendió. Era Sergio, pero no como yo lo conocía: estaba abrazado a una niña pequeña, ambos sonrientes en lo que parecía un cumpleaños infantil.
—Esa es mi hija, Paula —dijo Carmen—. Sergio es su padre.
Sentí como si el suelo se abriera bajo mis pies.
—Eso no puede ser… Sergio lleva con Marta desde siempre…
—Lo sé —me interrumpió—. Pero hace siete años tuvimos una historia. Él nunca lo ha reconocido. Ni a mí ni a Paula. Solo quiero que se haga responsable.
Las palabras se me atragantaban en la garganta. Recordé todas las veces que Sergio había defendido la importancia de la familia, su manera de mirar por encima del hombro a los que cometían errores…
—¿Por qué ahora? —pregunté con voz ronca.
Carmen bajó la mirada.
—Porque Paula está enferma. Necesita un trasplante de médula y los médicos dicen que un familiar directo sería la mejor opción.
Me quedé en silencio mucho rato. El frío se colaba por mi abrigo y sentí ganas de llorar y gritar al mismo tiempo.
—¿Y si él no quiere? —susurré.
—Entonces tendré que contarlo todo —dijo Carmen con firmeza—. No solo a tu familia. A Marta también.
Volví a casa como un autómata. Mamá estaba despierta en la cocina, removiendo una tila que ya se había enfriado.
—¿Dónde has estado? —preguntó sin mirarme.
Me senté frente a ella y le conté todo, palabra por palabra. Al principio negó con la cabeza, luego se tapó la boca con las manos y empezó a llorar en silencio.
—Siempre supe que Sergio escondía algo —susurró—. Pero nunca imaginé esto…
Papá apareció en la puerta, pálido como un fantasma.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó con voz hueca.
Nadie tenía respuesta.
A la mañana siguiente, enfrenté a Sergio en su habitación. Estaba sentado en la cama, mirando el móvil como si nada hubiera pasado.
—¿Por qué nunca nos lo contaste? —le solté sin rodeos.
Me miró como si le hubiera abofeteado.
—No es asunto tuyo —dijo seco.
—¡Es mi sobrina! ¡Y está enferma! ¿Cómo puedes ser tan cobarde?
Vi cómo se le llenaban los ojos de lágrimas, pero no cedió.
—No puedo perderlo todo, Lucía… Si Marta se entera… Si papá…
Le agarré del brazo con fuerza.
—Ya lo has perdido si sigues así. Paula te necesita más que nadie ahora mismo.
La tensión en casa era insoportable. Mamá apenas hablaba; papá salía temprano y volvía tarde; Sergio se encerraba en su cuarto; yo iba y venía entre el hospital y casa de Carmen, intentando ayudar en lo que podía. Marta empezó a sospechar algo y una tarde apareció en nuestra puerta, exigiendo respuestas.
El día que Sergio fue al hospital para hacerse las pruebas como posible donante fue el más largo de mi vida. Carmen me abrazó llorando cuando nos confirmaron que era compatible. Paula sonreía desde su cama con esa inocencia cruel de los niños que no entienden del todo lo que pasa a su alrededor.
Marta rompió con Sergio poco después; mis padres tardaron meses en volver a hablarse con él sin rencor; yo me convertí en tía casi de golpe y aprendí a querer a Paula como si siempre hubiera estado ahí.
A veces me pregunto si hice bien en buscar la verdad o si habría sido mejor dejarlo todo como estaba. ¿Tenemos derecho a saberlo todo sobre quienes amamos? ¿O hay secretos que deben morir con nosotros?