Cuando la sangre duele: la traición de mi prima bajo mi propio techo
—¿Por qué me haces esto, Lucía? —mi voz temblaba, apenas un susurro en el pasillo oscuro de mi piso en Vallecas. El reloj marcaba las dos de la madrugada y el silencio era tan denso que podía oír el latido de mi propio corazón. Ella, mi prima, la niña con la que compartí veranos en el pueblo, estaba frente a mí con la mirada baja y las manos escondidas tras la espalda.
Nunca imaginé que llegaría a este punto. Cuando Lucía me llamó hace tres meses, llorando, diciendo que su pareja la había echado de casa y no tenía a dónde ir, no dudé ni un segundo. «La familia es lo primero», repetía siempre mi madre, y yo lo había interiorizado como un mantra. Así que le abrí la puerta de mi pequeño piso, le preparé una habitación y le ofrecí mi mesa, mi tiempo y mi confianza.
Al principio todo parecía normal. Lucía ayudaba en casa, cocinaba su famosa tortilla de patatas y hasta me acompañaba a hacer la compra al mercado de San Fernando. Pero poco a poco empecé a notar cosas extrañas: billetes que desaparecían de mi cartera, joyas heredadas de mi abuela que ya no estaban en el cajón, mensajes extraños en su móvil y salidas nocturnas sin explicación.
Una noche, mientras cenábamos, intenté hablar con ella:
—Lucía, ¿has visto el anillo de oro que tenía en el joyero? No lo encuentro por ningún lado.
Ella levantó la vista del plato y sonrió con esa dulzura que siempre desarmaba a todos:
—No, prima, ni idea. ¿Seguro que no lo has dejado en otro sitio?
Quise creerla. Quise pensar que era despiste mío, que la rutina y el cansancio me estaban jugando una mala pasada. Pero algo dentro de mí empezó a resquebrajarse. La desconfianza es como una gota de agua constante: al principio apenas se nota, pero con el tiempo perfora hasta la piedra más dura.
Una tarde llegué antes del trabajo y la encontré rebuscando en mi armario. Al verme, se sobresaltó.
—¡Ah! Solo estaba buscando una chaqueta para salir —dijo apresurada.
No dije nada. Me limité a asentir y fingir que no pasaba nada. Pero esa noche no pude dormir. Me sentía tonta, traicionada y sola en mi propia casa.
La gota que colmó el vaso llegó un viernes. Fui al banco a sacar dinero para pagar el alquiler y descubrí que faltaban 800 euros de mi cuenta. El cajero no mentía: alguien había hecho varios reintegros durante los últimos días. El pánico me invadió. Llamé al banco y confirmé mis sospechas: alguien había usado mi tarjeta.
Esa noche esperé a Lucía sentada en el sofá, con la tarjeta en la mano y el corazón encogido.
—Lucía —dije cuando entró—, necesito hablar contigo. ¿Has cogido dinero de mi cuenta?
Ella se quedó paralizada. Por primera vez vi miedo en sus ojos.
—Solo necesitaba un poco… pensaba devolvértelo cuando encontrara trabajo —balbuceó.
—¿Un poco? ¡Me has dejado sin poder pagar el alquiler! ¿Por qué no me lo dijiste?
—Tenía miedo de que me echaras —susurró.
En ese momento sentí una mezcla de rabia y compasión. Quise gritarle, echarla de casa, pero también recordé todas las veces que jugamos juntas en los veranos de Salamanca, cuando compartíamos secretos bajo las estrellas.
Llamé a mi madre esa noche. Su voz sonaba cansada al otro lado del teléfono:
—Hija, a veces la familia duele más que los extraños. Pero no puedes dejar que te pisoteen por ser buena.
Al día siguiente le pedí a Lucía que se fuera. No fue fácil. Lloró, suplicó, prometió cambiar. Pero yo ya no podía más. Necesitaba recuperar mi espacio, mi tranquilidad y, sobre todo, mi dignidad.
Durante semanas sentí un vacío enorme. La casa estaba más silenciosa que nunca y cada rincón me recordaba su presencia. Mis amigos intentaron animarme:
—No te culpes, Marta —me decía Ana—. Hiciste lo correcto.
Pero yo no podía evitar preguntarme si fui demasiado ingenua o si simplemente hice lo que cualquier persona decente haría por un familiar.
Hoy, meses después, sigo sin saber si volvería a abrirle la puerta a alguien de mi sangre si lo necesitara. La herida sigue ahí, recordándome que la confianza es frágil y que incluso quienes más queremos pueden romperla sin piedad.
A veces me miro al espejo y me pregunto: ¿Es la bondad una debilidad? ¿O es precisamente lo que nos hace humanos? ¿Vosotros qué haríais si estuvierais en mi lugar?