Bajo el mismo techo: el precio de callar
—¡Mamá, te has dejado una mancha ahí! —gritó Marta desde el dormitorio, sin molestarse en levantar la vista de sus uñas recién pintadas.
El olor a quitaesmalte flotaba en el aire, mezclándose con el detergente barato que usaba para fregar el suelo. Sentí cómo la esponja se deslizaba sobre la baldosa fría, y cómo mi espalda, ya encorvada por los años, protestaba en silencio. Me mordí la lengua. No quería que Juan llegara a casa y encontrara otra discusión. Bastante tenía ya con su trabajo nuevo, ese que apenas le daba para pagar la luz.
Nunca imaginé que acabaría así. Cuando Juan y Marta me pidieron que me mudara con ellos tras la muerte de mi marido, pensé que sería temporal. «Solo hasta que nos estabilicemos», dijeron. Pero los meses se convirtieron en años. Y yo, que había criado a mi hijo con tanto esfuerzo en nuestro piso de Vallecas, ahora era poco más que la criada invisible de su mujer.
—¿No oyes? —insistió Marta—. ¡Que te has dejado una mancha!
Me levanté despacio, limpiando el sudor de mi frente con el dorso de la mano. Entré en el dormitorio y vi a Marta tumbada en la cama, las piernas cruzadas, el móvil en una mano y el pincel de esmalte en la otra.
—Ahora mismo lo limpio —dije, intentando que mi voz no temblara.
Ella ni siquiera me miró. —Y después pásate por el baño, que está hecho un asco.
Me tragué las lágrimas. No era solo la humillación diaria; era la soledad. Mis amigas del barrio ya apenas me llamaban. «Linda, vente al bingo», decían al principio. Pero siempre tenía una excusa: que si Marta necesitaba ayuda con la niña, que si Juan llegaba tarde y había que preparar la cena. Poco a poco dejaron de insistir.
A veces me preguntaba si Juan veía lo que pasaba. Por las noches, cuando Marta salía con sus amigas y él se quedaba viendo la tele conmigo, intentaba sacar el tema.
—¿Estás bien, mamá? —me preguntó una vez, sin apartar los ojos del telediario.
—Sí, hijo, estoy bien —mentí.
No quería ser una carga. No quería ser «esa suegra» que rompe matrimonios. Pero cada día era más difícil callar.
Una tarde, mientras fregaba los platos, escuché a Marta hablando por teléfono en la cocina.
—No sé qué hacer con esta mujer —decía—. Está todo el día rondando por aquí. ¡Y encima Juan ni se entera! Si por mí fuera, ya estaría en una residencia…
Sentí un nudo en el estómago. Me apoyé en la encimera para no caerme. ¿Eso era lo que pensaban de mí? ¿Un estorbo?
Esa noche no pude dormir. Miré las fotos antiguas en mi mesilla: Juan de pequeño, su primera comunión, mi boda con Manuel… ¿En qué momento todo se torció?
Al día siguiente, mientras recogía la ropa del tendedero, escuché a Marta discutiendo con Juan en el salón.
—¡No puedo más! —decía ella—. Tu madre está siempre aquí metida. No tengo intimidad ni un minuto.
—Marta, es mi madre… —respondió él, cansado—. No podemos dejarla sola.
—Pues que se busque un piso o una residencia. Yo no firmé para esto.
Me quedé paralizada tras la puerta. Sentí vergüenza y rabia a partes iguales. ¿De verdad era tan difícil quererme un poco?
Esa tarde me atreví a hablar con Juan mientras Marta salía a comprar.
—Hijo… ¿Te molesta que esté aquí?
Él me miró sorprendido.—¿Por qué dices eso?
—No quiero ser una carga para vosotros…
Juan suspiró.—Mamá, tú nunca serás una carga para mí.
Pero sus palabras no lograron calmarme. Sabía que mentía para protegerme o protegerse a sí mismo del conflicto con Marta.
Los días pasaron y la tensión crecía como una tormenta contenida. Marta cada vez era más fría; apenas me dirigía la palabra salvo para darme órdenes o reproches velados: «Linda, ¿no ves que esa camisa está mal planchada?», «Linda, ¿puedes ir a por pan?».
Una mañana encontré mis cosas apiladas junto a la puerta del trastero: mis libros, mis álbumes de fotos, hasta el jarrón de cerámica que me regaló mi hermana Pilar cuando cumplí cincuenta años.
—¿Qué hace esto aquí? —pregunté a Marta.
Ella se encogió de hombros.—Es que ocupan mucho espacio en el salón. Mejor ahí abajo.
Sentí cómo algo se rompía dentro de mí. Esa noche lloré en silencio para no despertar a nadie.
El punto de inflexión llegó un domingo por la tarde. Marta organizó una comida con sus amigas y me pidió que preparara todo: tortilla de patatas, croquetas, ensaladilla rusa… Cuando terminaron de comer, escuché cómo se reían en el salón.
—¿Y tu suegra? —preguntó una voz burlona.
—Ahí está, fregando como siempre —respondió Marta entre risas.
Me asomé al pasillo y vi cómo todas me miraban con lástima o desprecio. Sentí una vergüenza tan profunda que deseé desaparecer.
Esa noche tomé una decisión. Al día siguiente preparé una maleta pequeña y fui a casa de mi hermana Pilar en Alcorcón.
—¿Qué haces aquí tan temprano? —me preguntó ella sorprendida.
Me derrumbé en sus brazos.—No puedo más…
Pilar me acogió sin preguntas. Me sentí aliviada y culpable al mismo tiempo. ¿Había hecho bien? ¿Había abandonado a mi hijo?
Juan vino a verme dos días después. Tenía ojeras y parecía más viejo de golpe.
—Mamá… ¿Por qué te has ido?
Le conté todo entre lágrimas: las humillaciones, la soledad, el miedo a romper su familia.
Él lloró conmigo.—Lo siento tanto… No sabía cómo enfrentarlo.
Ahora vivo con Pilar y poco a poco recupero la alegría. A veces Juan viene solo a verme; otras veces trae a mi nieta Lucía y jugamos juntas en el parque. Marta nunca viene.
A veces me pregunto: ¿Cuántas madres callan por miedo a perder a sus hijos? ¿Cuántas Lindas hay en España hoy? ¿Qué haríais vosotros si estuvierais en mi lugar?