Cuando el amor se rompe: La historia de Lucía y su madre

—¡Lucía! ¿Por qué no vienes? ¡No puedo levantarme sola!—. La voz de mi madre retumba en el pasillo, áspera y exigente, como siempre. Me quedo quieta en la cocina, apretando el vaso de agua entre las manos. Siento la mirada de Álvaro en mi espalda, su silencio cargado de reproche.

—¿No la oyes?— me dice él, bajando la voz, como si temiera que mamá pudiera escucharle dudar. —Está peor hoy. Deberíamos ayudarla entre los dos.

Respiro hondo. No es la primera vez que discutimos esto. No será la última. Pero hoy, por alguna razón, siento que estoy a punto de romperme.

—Hazlo tú, Álvaro. Yo no puedo—. Mi voz suena fría, incluso para mí misma.

Él me mira como si no me reconociera. —¿Por qué eres así? Es nuestra madre.

Me giro hacia la ventana, buscando aire. Afuera, la lluvia golpea los cristales y las calles de Salamanca parecen aún más grises de lo habitual. Recuerdo cuando era niña y mamá me llevaba al colegio bajo el paraguas rojo. Entonces me sentía segura, protegida. ¿Cuándo cambió todo?

La enfermedad llegó hace dos años, como una sombra silenciosa. Primero fueron los olvidos, luego las caídas. El diagnóstico fue un mazazo: esclerosis múltiple. Mamá, siempre tan fuerte, empezó a necesitar ayuda para todo. Y yo… yo no pude dársela.

—¿Sabes lo que me dijo ayer?— le susurro a Álvaro, sin mirarle.— Que soy una inútil, que nunca he hecho nada bien en mi vida. Que si papá estuviera vivo, estaría avergonzado de mí.

Él suspira, cansado. —Está enferma, Lucía. No sabe lo que dice.

Pero yo sí lo sé. Porque esas palabras no son nuevas. Son las mismas que me ha repetido desde que tengo memoria: que no soy suficiente, que siempre decepciono. La enfermedad solo ha quitado el filtro.

Vuelvo a escuchar su voz desde el pasillo: —¡Lucía! ¡Ven aquí ahora mismo!

Siento una punzada de culpa, pero también rabia. ¿Por qué tengo que ser yo siempre la que aguante? ¿Por qué nadie ve lo que me duele?

Recuerdo la última vez que intenté ayudarla a levantarse del sofá. Me empujó con fuerza y me gritó que era torpe, que iba a matarla de un tirón. Lloré en silencio en el baño durante horas después de aquello.

Álvaro entra en la habitación de mamá y escucho cómo intenta calmarla con su voz suave. Siempre fue el favorito. El hijo perfecto. Yo era la rebelde, la que discutía, la que se marchó a Madrid a estudiar periodismo y volvió con las manos vacías y el corazón roto.

Me siento en la mesa y miro las fotos familiares colgadas en la pared: mamá joven y sonriente en la playa de San Sebastián; papá abrazándonos a los dos; yo con trenzas y rodillas peladas. ¿Dónde quedó esa familia?

El móvil vibra sobre la mesa. Es un mensaje de mi tía Carmen: «¿Cómo está tu madre? ¿Necesitáis algo?» No sé qué contestar. Nadie pregunta nunca cómo estoy yo.

La tarde avanza lenta y pesada. Álvaro sale de la habitación con cara de agotamiento.

—No puedo hacerlo solo todo el tiempo— dice, casi suplicando.

Le miro a los ojos y veo su cansancio, pero también su incomprensión. —No es justo— le digo.— Siempre fui yo la mala aquí.

Él se sienta frente a mí y por primera vez en mucho tiempo hablamos sin gritos ni reproches.

—¿Por qué te cuesta tanto?— pregunta con voz baja.

Las palabras salen solas:

—Porque nunca me quiso como soy. Porque siempre fui un error para ella. Porque cada vez que la ayudo siento que me ahogo en todo lo que no fui capaz de ser para ella.

Álvaro asiente despacio. —Pero ahora te necesita.

—¿Y yo? ¿Alguien me necesitó alguna vez?

El silencio entre nosotros es denso como la niebla sobre el Tormes.

Esa noche no ceno con ellos. Me encierro en mi cuarto y lloro hasta quedarme dormida. Sueño con mi infancia: mamá peinándome antes del colegio, sus manos firmes pero cariñosas; papá riendo mientras jugamos al parchís; Álvaro pequeño, abrazado a mi pierna.

Al despertar, siento una mezcla de alivio y tristeza. Sé que no puedo seguir huyendo para siempre, pero tampoco sé cómo sanar todo lo roto entre nosotras.

Por la mañana encuentro a mamá dormida en su sillón y a Álvaro preparando café en silencio.

Me acerco a ella despacio y le acaricio el pelo con cuidado. Por un instante parece tranquila, casi vulnerable.

Quizá algún día pueda perdonarla. Quizá algún día pueda perdonarme a mí misma por no ser la hija perfecta.

¿Es posible reconstruir una relación cuando el dolor ha sido tan grande? ¿O hay heridas que nunca dejan de sangrar?