¿Por qué no me llevas contigo, hija?

—¿No me vas a llevar contigo, Mariana? —La voz de mi madre temblaba, como si cada palabra le costara un pedazo de dignidad.

Yo ya conocía la respuesta. La tenía grabada en el pecho desde hacía años, pero no me atrevía a pronunciarla. Me quedé mirando el piso mugriento de su pequeño cuarto en Iztapalapa, donde el olor a humedad y soledad era tan denso que casi podía cortarse con un cuchillo.

—Mamá… —empecé, pero la voz se me quebró.

Me llamo Mariana López. Tengo treinta y ocho años y llevo quince casada con Ernesto. Vivimos en un departamento de interés social en la colonia Narvarte, junto a nuestro hijo Emiliano, que ya tiene doce años y sueña con ser futbolista. Desde afuera, mi vida parece tranquila: trabajo como secretaria en una escuela primaria, Ernesto es chofer de microbús y juntos hemos construido algo que nunca tuve de niña: estabilidad.

Pero hay una herida que nunca cierra. Mi madre, Teresa, fue siempre una presencia intermitente. Cuando yo tenía siete años, mi papá se fue con otra mujer y ella cayó en una depresión tan honda que apenas podía levantarse de la cama. Yo aprendí a hacerme el desayuno sola, a lavar mi ropa y a fingir que no me dolía verla llorar todas las noches. A los quince, me fui de la casa porque no soportaba más el peso de su tristeza ni sus gritos cuando se emborrachaba.

Ahora, después de tantos años sin apenas vernos, me llama para pedirme que la lleve a vivir conmigo. Dice que está enferma, que no puede pagar la renta y que nadie más la ayuda. Pero yo sé que detrás de esa súplica hay algo más: culpa, resentimiento, miedo a morir sola.

—¿Por qué no me quieres aquí? ¿Te avergüenzas de mí? —insistió ella, con los ojos llenos de lágrimas.

—No es eso, mamá… —mentí.

Ernesto me había dicho la noche anterior:

—Mira, Mariana, yo entiendo que es tu mamá y todo, pero apenas cabemos nosotros tres aquí. Además… tú sabes cómo es ella cuando toma.

Y tenía razón. Mi madre nunca dejó el alcohol. Cada vez que la veía, olía a aguardiente barato y su voz se volvía áspera, como papel de lija. ¿Cómo iba a traer ese caos a mi casa? ¿Cómo explicarle a Emiliano por qué su abuela grita sola en la madrugada?

Pero también estaba el otro lado: ¿cómo dejarla sola? ¿Cómo cargar con esa culpa?

Esa noche no dormí. Me quedé mirando el techo mientras Ernesto roncaba a mi lado y Emiliano soñaba con goles imposibles en la habitación contigua. Recordé todas las veces que deseé tener una madre normal: una que me peinara para ir a la escuela, que me abrazara cuando tenía miedo, que me defendiera cuando los vecinos se burlaban porque mi papá nos había dejado.

Al día siguiente fui a verla otra vez. Llevé algo de despensa: arroz, frijol, pan dulce. Ella estaba sentada en la cama, mirando por la ventana rota.

—¿Te acuerdas cuando íbamos al parque de niños? —me preguntó de pronto.

—Sí —respondí, aunque era mentira. No recordaba ningún parque.

—Yo sé que no fui buena madre… —dijo bajito—. Pero tú eres mi hija. No tengo a nadie más.

Sentí un nudo en la garganta. Quise gritarle todo lo que me dolía: ¿Dónde estabas cuando te necesitaba? ¿Por qué preferiste el alcohol antes que a mí? Pero sólo pude quedarme callada.

En la escuela, mis compañeras hablaban de sus mamás como si fueran heroínas: “Mi mamá me ayudó con la tarea”, “Mi mamá me llevó al doctor”. Yo aprendí a mentir desde niña para no sentirme menos.

Una tarde, Emiliano llegó del colegio con los ojos brillantes:

—Mamá, ¿por qué nunca viene mi abuela a verme jugar fútbol?

No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle que su abuela era una herida abierta?

Esa noche discutí con Ernesto:

—No puedo dejarla sola —le dije—. Es mi madre.

—¿Y nosotros qué? ¿No somos tu familia también? —me respondió él, dolido.

Me sentí atrapada entre dos mundos: el pasado que me perseguía y el presente que intentaba proteger.

Pasaron los días y mi madre empezó a llamarme cada vez más seguido. A veces lloraba por teléfono; otras veces me insultaba por haberla «abandonado». Yo colgaba y sentía una mezcla de rabia y lástima.

Un domingo por la tarde, mientras Emiliano hacía la tarea y Ernesto veía el partido en la tele, recibí una llamada del hospital general:

—¿Es usted familiar de Teresa López? Su madre tuvo una caída y está aquí internada.

Corrí al hospital con el corazón en la mano. La encontré en una camilla, pálida y diminuta bajo las sábanas grises.

—Mariana… —susurró apenas me vio—. No quiero morir sola.

Me senté junto a ella y le tomé la mano. Por primera vez en muchos años sentí compasión genuina por esa mujer rota frente a mí.

—No estás sola —le dije—. Estoy aquí.

Esa noche me quedé pensando en todo lo que había pasado entre nosotras. En los silencios, los reproches, las ausencias. Me pregunté si algún día podría perdonarla de verdad o si siempre cargaría con ese peso.

Cuando le dieron el alta, la llevé a casa por unos días mientras se recuperaba. Ernesto estaba tenso; Emiliano curioso pero distante. Mi madre intentó portarse bien, pero el fantasma del alcoholismo flotaba en el aire como una amenaza constante.

Una tarde discutimos fuerte:

—¡Nunca vas a perdonarme! —gritó ella—. ¡Siempre vas a verme como una carga!

—¡Tú elegiste tu camino! —le respondí llorando—. ¡Yo sólo quiero proteger a mi familia!

Se hizo un silencio largo y doloroso. Al final, ella decidió irse con una tía lejana en Puebla. Me abrazó antes de partir:

—Ojalá algún día puedas entenderme…

Ahora la veo poco. A veces hablamos por teléfono; otras veces pasan semanas sin noticias. La culpa sigue ahí, como una sombra alargada sobre mi vida.

Me pregunto si hice lo correcto. Si alguna vez podré sanar esa herida o si estoy condenada a repetir el ciclo del abandono con mi propio hijo.

¿Ustedes qué harían? ¿Hasta dónde llega nuestra responsabilidad con quienes nos lastimaron? ¿Es posible perdonar sin olvidar?