El aroma del pan recién hecho y la amargura de las palabras calladas

—¿Otra vez pan del supermercado, Marisa? —La voz de Tomás retumbó en la cocina, seca y cortante, mientras yo sacaba la bolsa de la compra y la dejaba sobre la encimera. El aroma del pan recién hecho de la panadería de la esquina aún flotaba en mi memoria, pero aquel día no había tenido tiempo ni fuerzas para pasar por allí. Había salido tarde del trabajo, el jefe me había pedido quedarme una hora más, y luego el tráfico en la M-30 era un infierno.

—No me ha dado tiempo, Tomás. He llegado tarde y… —intenté explicar, pero él ya había girado la cabeza con ese gesto suyo de decepción que tanto me dolía.

—Siempre tienes una excusa —murmuró, abriendo la nevera con brusquedad—. Antes te preocupabas más por estas cosas.

Sentí cómo se me encogía el estómago. Antes. Siempre antes. Antes de los niños, antes de mi trabajo a jornada completa, antes de que la vida se volviera tan pesada. Me apoyé en la encimera, mirando mis manos temblorosas. ¿En qué momento había dejado de ser suficiente?

—¿Sabes qué? —dije, intentando que mi voz no se quebrara—. Estoy cansada, Tomás. Muy cansada.

Él me miró por primera vez en toda la tarde. Sus ojos marrones, que antes me parecían cálidos, ahora solo reflejaban distancia.

—¿Cansada de qué? ¿De tu familia? ¿De tu casa?

—De intentar hacerlo todo bien y sentir que nunca es suficiente —respondí bajito.

El silencio cayó como una losa entre nosotros. Escuché a Lucía y a Sergio reírse en el salón, ajenos a la tensión que llenaba el aire de la cocina. Me pregunté si algún día notarían las grietas que se abrían bajo sus pies.

Tomás suspiró y salió sin decir nada más. Me quedé sola, rodeada del olor a pan industrial y a palabras no dichas. Me senté en una silla y dejé caer la cabeza entre las manos. ¿Cuándo había empezado todo esto? ¿Cuándo pasé de ser Marisa a ser solo «mamá» o «la mujer de Tomás»?

Recordé cuando nos conocimos en la universidad de Salamanca. Él era divertido, apasionado; yo soñaba con abrir una pequeña panadería en el barrio de Chamberí. Hablábamos durante horas sobre viajes, libros y recetas. Pero después vinieron los niños, las hipotecas, los horarios imposibles… y mis sueños quedaron arrinconados en un cajón junto con mis cuadernos de recetas.

Esa noche, después de cenar en silencio, me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Pensé en llamar a mi hermana Carmen, pero no quería preocuparla. Ella siempre decía: “Marisa, tienes que pensar más en ti”. Pero ¿cómo hacerlo sin sentirme egoísta?

Al día siguiente, mientras preparaba el desayuno, Lucía entró descalza y se sentó a mi lado.

—Mamá, ¿por qué estabas triste anoche?

La miré sorprendida. Los niños siempre notan más de lo que creemos.

—A veces los mayores también se cansan —le dije acariciándole el pelo—. Pero no te preocupes, cariño.

Lucía asintió seria y me abrazó fuerte. Sentí una punzada de culpa y ternura al mismo tiempo.

En el trabajo no podía concentrarme. Mi compañera Inés me preguntó si estaba bien y casi le cuento todo, pero me limité a sonreír y decir que era solo cansancio. En realidad, sentía que me estaba desmoronando por dentro.

Esa tarde decidí hacer algo diferente: salí antes del trabajo y fui directa a la panadería de doña Pilar. El olor a masa fermentada y azúcar me envolvió como un abrazo cálido.

—¡Marisa! ¡Cuánto tiempo sin verte! —exclamó doña Pilar desde detrás del mostrador.

—He estado muy liada… —sonreí tímidamente—. ¿Me pones una barra rústica y unos bollos?

Mientras esperaba, vi un cartel: “Se busca ayudante por las tardes”. Sentí un cosquilleo en el estómago. ¿Y si…?

Esa noche llegué a casa con el pan aún caliente bajo el brazo. Tomás estaba sentado viendo el telediario. Dejé el pan sobre la mesa sin decir nada y fui a buscar a los niños para cenar juntos.

Durante la cena, Tomás probó el pan y murmuró:

—Está bueno… como antes.

No respondí. Por primera vez en mucho tiempo, no sentí necesidad de justificarme ni de buscar su aprobación.

Después de acostar a los niños, me senté frente a Tomás.

—He visto que buscan ayudante en la panadería de doña Pilar —le dije sin rodeos—. Estoy pensando en pedir el puesto por las tardes.

Él frunció el ceño.

—¿Y los niños? ¿Y la casa?

—Podemos organizarnos —respondí con firmeza—. Quiero hacer algo para mí. Solo para mí.

Tomás guardó silencio largo rato. Finalmente asintió con desgana.

Esa noche dormí poco pero soñé mucho: con harina en las manos, con risas entre hornos calientes, con volver a sentirme viva.

Las semanas siguientes fueron un torbellino: aprendí nuevas recetas, conocí gente distinta y volví a reírme sin miedo. Los niños se acostumbraron a verme feliz aunque llegara cansada; incluso Tomás empezó a ayudar más en casa, aunque al principio refunfuñaba.

No todo fue fácil: hubo discusiones, días malos y dudas constantes sobre si estaba haciendo lo correcto. Pero cada vez que olía el pan recién hecho sentía que recuperaba una parte de mí que creía perdida para siempre.

Hoy escribo esto desde la pequeña trastienda de la panadería mientras amaso una nueva tanda de bollos para el barrio. A veces Tomás pasa a saludarme; otras veces viene Lucía con sus deberes para hacerlos aquí conmigo.

No sé si nuestro matrimonio volverá a ser como antes o si yo volveré a ser la misma Marisa ingenua de hace años. Pero sí sé que ya no quiero callar más lo que siento ni dejar mis sueños olvidados por miedo al qué dirán.

¿Acaso no merecemos todos un trozo de felicidad propio? ¿Cuántas veces hemos dejado nuestras vidas en pausa por miedo a decepcionar a otros? Me gustaría saber si vosotros también habéis sentido alguna vez ese peso…